Una manito para La Bocana
Por Ricardo Espinoza Rumiche
Era un día cualquiera hasta que mi amigo Paul me explicó, en pocas palabras, la aventura en la que estaba embarcado: había realizado una colecta entre sus amigos, para un grupo de personas víctimas del terremoto, y faltaban manos para repartir lo recaudado. Me involucré, sin pensarlo, porque la curiosidad y la inquietud van de la mano, y no hay curiosidad sin inquietud ni inquietud sin curiosidad. Fueron dos camionetas llenas con víveres de primera necesidad lo que se logró reunir, compradas en un par de centros comerciales de Piura. Cada sol, cada iniciativa, cada personaje anónimo que pudo involucrarse en la causa fue vital para culminar la tarea con éxito. Nunca había sido protagonista de una compra parecida. Y tampoco de las muestras de cariño de las personas que conocí hoy y que esperaban con fe cualquier mensaje de esperanza.
Llegamos en tres camionetas a La Bocana. La gente nos esperaba en una carpa rústica que había sido armada en plena calle. Niños, jóvenes y adultos rodeaban el lugar y, de una pequeña cocina, un vaho de leña nos recordaba que estábamos en el campo y que las comodidades son cosas de urbanidades.
Allí conocí a don Santos, un hombre de más de setenta años, y que ha vivido -gracias al amor- desde hace cincuenta en el lugar. “Me quedé aquí en La Bocana porque me enamoré de mi señora”, me dice orgulloso. “Pero la situación está mal, muy mal, jovencito”, agrega con una voz entre cortada.
Don Santos es agricultor y ha perdido el producto de su trabajo porque el terremoto le ha inundado la chacra. Me muestra un video que ha guardado para que el tiempo no lo haga quedar como un mentiroso. Y vaya que lo va a necesitar porque lo veo dos veces y me parece increíble, no exagera: una grieta se abrió muy cerca de sus tierras y ha brotado abundante agua salada. Parece de película ver cómo el agua se apodera de lo que no le pertenece. O quizá de lo que le perteneció hace muchos años atrás. Intento piratear el video casero, pero don Santos me dice que no, que no es suyo, y que si me lo pasa de repente se queda sin su copia. No insisto, tampoco es necesario, suficiente con ver su rostro al recordar la escena y los días que no ha podido trabajar.
En La Bocana, desde hace más de un año, la gente ha sido despedida de sus labores en la trasnacional que perfora los pozos petroleros. “El virus ese nos ha hecho mucho daño, jovencito”, dice don Santos. Y tampoco hay pesca siquiera para la olla. Los cortineros playeros no sacan nada, Se han cansado de lanzar las cortinas y no hay qué cambiar, qué vender, ni qué comer. Y, aun así, la naturaleza golpea y asusta a ese grupo de “nadies”.
Mi amigo Paul se presenta y explica el motivo de la visita. Es por protocolo, educación o por conducto regular; pero la explica, porque hay que dar parte de cómo se ha recaudado, para lo que ha alcanzado y quiénes son los anónimos generosos que han depositado su confianza para que él y un grupo de sus amigos vayamos a concretar la tarea.
Parece una ceremonia formal y se escucha uno que otro discurso, de ambas partes; hasta yo meto mi cuchara por invitación de mi amigo Paul. No obstante, me fijo en los agradecimientos, imposible no estremecerse cuando una mujer agrega que somos mandados por Dios. No sé, quién sabe, yo solo estaba invitado por mi amigo para dar una manito y para ser testigo presencial de ese momento, y, además, para entender que lo que a veces nos parece poco, para otros suele ser abundancia.
Hay niños de diferentes edades, y están sentados escuchando la charla. Pienso: qué afortunados fuimos los que vivimos la abundancia del mar de los años ochenta.
Un hombre, al despedirse, nos dice que se han sentido abandonados por las autoridades, que nadie ha llegado siquiera a ver si están vivos. Lo dice con voz fuerte, con rabia, pero decidido a que el mundo entero lo escuche. Pienso: ¿En verdad cierta gente se creerá eso de que todos tenemos la misma oportunidad en la vida? ¿Tan idiota puede ser el ser humano cuando escupe su posición privilegiada ante el resto? Qué importa, la vida nos da tantas señales que no es posible sentir dolor con ese tipo de expresiones.
Es turno de las fotografías. “Hay que dar pruebas a los inversionistas de que la labor ha sido cumplida”, dice mi amigo Paul. La gente posa entre los víveres como niños entre sus juguetes navideños. “Póngase para el recuerdo”, me dice don Santos. Sonrío. No es momento para explicarle que nunca me ha parecido justo las postales caritativas.
Nos vamos, la noche ha caído y el frío nos envuelve en abrazos y apretones de mano. Al diablo el virus, es momento de sentir al prójimo. Nada de puñitos con mis nuevos amigos de La Bocana. Hombres y mujeres nos mezclamos en uno solo. Don Santos me sujeta y escucho su mirada. “Vuelvan pronto, por favor”, parece decir. Me embarco en la camioneta y siento que hay otro corazón latiendo dentro de mí.
Nos ayudan a salir del lugar, nos dirigen, no acaban de despedirse y acompañan a las camionetas con sus brazos levantados hasta que nos perdemos en la oscuridad de la trocha. Quiero volver la mirada, quiero regresar y volver a sentir esos abrazos de amigos que el virus nos ha negado hace ya un buen tiempo, pero las luces de la otra camioneta me ciegan.
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