Por: Ricardo Espinoza Rumiche
Altagracia había llegado al puerto después de sus clases en la capital. Ella era una de las tantas adolescentes que esperaban las vacaciones para disfrutar de la bahía. Altagracia era bella, pero sin tanta gracia, pues andaba seria y era muy difícil arrancarle una sonrisa. La conocí un día de febrero, en la víspera del día donde todos hacen el esfuerzo para ser mejores amigos que de costumbre. Sin embargo, fue dos días después, el quince de febrero, que cayó domingo, que nos vimos en la playa El Toril. Altagracia estaba cubierta con una túnica que dejaba traslucir su ropa de baño. Su cuerpo esbelto receptaba todas las miradas de los playeros. Yo estaba en la orilla con un velero deportivo que me había sido prestado por uno de los socios del club Liberal. Más que prestado era para que lo cuidara mientras el socio se ocupaba de algo repentino. Altagracia se acercó a mí como quien se acerca a mirar a un bebé en su coche. Ni recordaba que habíamos sido presentados dos días antes y que nuestros cachetes ya habían sentido los del otro.
—¿Es tuyo? —me dijo, y pasó su delicada mano derecha por la fibra, como si acariciara un mueble fino.
Si le decía que no, alguna esperanza de conocerla mejor estaba perdida, pues, Altagracia, sin mucha gracia, parecía ser de las que admiran lo de uno y no lo de otro que posea uno.
—Sí —le dije
Quise retroceder, tal vez sonreír y contarle quién me lo había prestado, pero callé al ver cómo su rostro se volteaba a mirarme por escasos segundos. Me miró como miraría una actriz de telenovela cuando hace el papel de la hermosa protagonista. Me sentí el galán, pero en los primeros capítulos.
—¡Guau!, es hermoso. ¿Y puedo pasearme?
“¿Que si puedes…? Por amor a Dios santo, ella podía pedirme que fuera su esclavo si le daba la gana”
—Sí, desde luego —dije yo, y desvié la mirada para que no se diera cuenta que tenía cara de haberme ganado la lotería y no saber qué hacer con el premio.
Cuando moví el velero para adentrarnos al mar, recordé que no sabía del todo maniobrar la cosa esa. Había maniobrado el bote a vela de pesca de uno de mis amigos, pero esto se veía diferente; pero como estaba por navegar con una chica llamada Altagracia que, aunque no tenía gracia, al parecer, era del tipo de mujeres que no permitían las desgracias, me concentré.
—¿Cuánto puede costar uno de estos botes? —me dijo, mientras observaba la vela, mis ojos y otra vez la vela.
Yo no tenía ni idea cuánto podría costar mi ropa de baño siquiera, además, estaba concentrado en dirigir el bote a favor del viento e impedir que la vela pudiera golpear su cabeza con algún giro imprevisto por mi mala maniobra en el timón.
—Como un auto —le dije. No se me ocurrió otra cosa en ese momento, además, cuando alguien pregunta es porque no sabe y tal vez ni se lo imagina.
—¿Eres de este puerto?
Quise agrandarme más de lo que ya lo había hecho:
—No, claro que no. Qué voy a ser de acá, Solo vengo por vacaciones.
Conversamos de su lugar de origen y del mío inventado, de su escuela y de las diferencias de vivir en uno y otro lado; entonces comprendimos ambos que la felicidad no tiene nada que ver con dónde vives sino cómo lo vives. Pero reaccioné y miré a la orilla en busca del dueño de esa falsa realidad que le estaba vendiendo a Altagracia, y que en ese momento sí mostraba una sonrisa llena de gracia. No estaba el socio del club. No sabía exactamente qué había sido lo que hizo que saliera corriendo, pero fuese lo que fuese el motivo y doliese lo que doliese a su vida, a mí me favorecía.
—¿Qué harás por la noche? —me dijo.
Cuando una mujer te hace esa pregunta tiene dos connotaciones: o está interesada en saber en realidad qué harás o está tratando de alargar la conversación sin esperar alguna respuesta interesante. Descarté la segunda.
—Salir…, dar una vuelta por la bahía; tal vez leer un libro.
Eso último sentí que fue lo mejor que había dicho en toda la mañana, pues hasta las mujeres que no leen se sienten atraídas por alguien que sí lo hace; aunque sentí temor que Altagracia fuera una asidua lectora, preguntase qué estaba leyendo y yo quedara como un estúpido por haberle engañado, ya que no acostumbraba a leer libros, salvo los textos de la escuela, que ya estaban empolvados y a la espera que acabara el verano e inicie una nueva temporada.
—Te invito a mi fiesta —me dijo, y sentí su mirada alegre, rogando que no faltara.
—¿Fiesta? ¿De qué tipo? ¿Es tu cumpleaños?
—Sí, es mi cumpleaños
—¿Tu cumpleaños? —le dije con cara de tonto, como dudando; no sabía si soltar el timón del sunfish y felicitarla con el riesgo de golpearla en el intento; no sabía si preguntarle cuántos años cumplía; en realidad no sabía nada de nada. A mí las mujeres bellas me recuerdan que debo asistir a los cursos de oratoria.
—Sí, es mi cumpleaños y además mi despedida; me voy mañana.
—¿Tan pronto? –le dije.
—Sí, tengo que estudiar —me dijo—. ¿Y tú cuándo te vas?
—¿Yo? ¡Ah!, la otra semana —terminé de mentir.
No sabía cuántos días o semanas llevaba en el puerto. La había conocido dos días antes, llevaba algunos minutos en el bote a vela, además, tampoco sabía su nombre completo, y estaba seguro que Altagracia tampoco sabía siquiera con qué letra empezaba mi nombre. Sin embargo, me dolía su pronta despedida.
—Sí, chino —me dijo—. Ya sabes, te espero esta noche. Solo es sport elegante.
Hice una revisión rápida y recordé que de elegante apenas tenía un pañuelo que me servía para bailar la marinera de vez en cuando.
—Gracias, guapa —le dije, y me entraron nervios al esperar su reacción; pero solo se le movió el pelo por el viento que se llevó mis palabras para otro lado.
Cuando terminó el paseo y nos despedimos, esperé unos minutos más hasta que llegara el socio y pudiera devolverle el prestado que se había convertido en mi pasaporte a la felicidad; y, mientras tanto, pensaba dónde buscaría la ropa elegante que no tenía para la ocasión. Era muy importante seguir haciéndole creer a Altagracia que yo tenía aspecto de socio de club: Visité a un par de amigos en busca de algo más presentable ya que el hábito sí hace al monje. Pero no pude solucionar el problemita porque mis amigos eran sport sin elegancia. Caminé hasta la tienda de ropa de una señora amiga donde mi madre fiaba cuando tenía alguna emergencia de tipo social cristiana: La primera camisa que me probé me aumentó cuatro años; pensé en mis amigas que siempre preferían a chicos mayores que a los de nuestro grupo; la segunda me quitó tres, pero el color era intenso y sentía que habían sido elevadas mis hormonas femeninas; y la tercera me dio inexperiencia y pureza de santo; sin embargo, decidí ser un monje con expectativas: escogí una cuarta camisa que me aumentó mi billetera considerablemente, y la cuenta de mi madre en esa tienda también. Aproveché para observarme detenidamente en uno de los espejos: yo era algo así como un poli monje.
Cuando llegué a la fiesta, eran pocos los invitados en espera… Y las personas se diferenciaban entre sport elegantes y elegantes insatisfechos; bien hubiera formado los sport satisfechos y conformes, pero como no conocía a ninguno de los presentes me coloqué al costado del hombre encargado del equipo de sonido, que no estaba tan elegante, pero sí muy satisfecho de haber conseguido el trabajo en esa noche de fiesta.
Altagracia estaba sencilla, pero radiante y del brazo de su padre; supuse que era su padre porque tenía cara de carcelero enojado; aunque Altagracia estaba sonriendo, mucho más bella que en la mañana y que dos días antes. Me pregunté si la belleza crecía con el tiempo: pues la mía estaba pasmada. Sin embargo, esa noche, disfrazado, sentía que mi personalidad había sido recreada. Fácil me podía alguien confundir con el dueño del sunfish. Me sentí completo; y hasta hubiera encendido un cigarrillo para hacerme el más interesante, pero yo no fumaba. Siempre me había dicho que el día que entienda el porqué de echar humo por la boca lo haría.
Me acerqué hacia ella y la felicité por su cumpleaños, por su fiesta y por su belleza; en esos instantes recordé que se debía llegar con regalo: no te preocupes, me dijo.
Bailamos casi toda la noche. Inventé más de la cuenta. Fui hijo de “dioses” cuando era hijo de seres terrenales.
—De todos los hombres, me gustan los más sencillos —me dijo.
—¿Yo soy sencillo?
—Sí, lo veo en tu mirada; pero no somos de la misma clase social; nunca podríamos estar juntos…
Quedé mudo; no sabía si discutirle esa idea antigua o decirle la verdad de mi existencia: solo maldije el momento cuando quise ser otra persona. Ella estaba triste porque se iba del puerto al día siguiente. Intenté más de una vez decirle que yo no era todo lo que le había dicho que era; pero la desilusión hubiera sido el doble. Altagracia y su familia del puerto eran una familia muy sencilla. Ella era tan normal como yo; pero bella, muy bella, como la gente que nos ve anormales. Esa noche resulté el más sport elegante de todos, como nunca, y me veía tan diferente entre ellos, tanto que uno de sus tíos, a quien ella, al parecer por sus caricias, quería mucho, estaba sin zapatos; eso sí, lucía elegantes pantalones de color azul marino y una camisa blanca impecable, mangas largas, y bien planchada. Yo era el único extrañado de la fiesta, o los demás disimulaban a la perfección, pues el tío Panchito, como lo llamaban, padecía de una enfermedad medio rara que le hacía lucir seis dedos en cada extremidad, y por eso la gente le decía “veinticuatro”. No sé si de cariño o de buenos contadores, pero ni eso le disminuía lo que era: un hombre seguro, verídico, sin disfraces y con una personalidad envidiable, esa que a mí se me iba fácilmente cuando me abordaba ese maldito complejo de inferioridad.