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    Mayo 11, 20216 Mins Read

    Todo comenzó con un ojo rojo

    Ricardo Espinoza RumichePor Ricardo Espinoza Rumiche

    Todo comenzó con un ojo rojo

    Nunca antes había rezado tanto. Lo normal es rezar con esperanza y pedir por uno mismo, por la familia o por todo lo que quieras que tenga que ver con el verbo amar y no resolver. Pero yo tenía miedo y rezaba en contra. En contra de mi integridad y a favor de mi cobardía. Dicen que el hombre más peligroso es aquel que tiene miedo. El miedo te debilita y te hace ver las cosas peor de lo que son.

    Hay una diferencia enorme entre sospechar y estar seguro. Lo primero te da una ligera libertad para evadir el problema, pero lo segundo te atrapa y te pasma.

    Estábamos mi segunda hija y yo esperando los resultados. La fila no era tan grande, al menos no más que mi sospecha. Yo había amanecido días antes con un ojo rojo y con legaña (luego de dos días, el otro ojo y también con legaña) y, como nuca antes, en la cama de mi hija. Nunca me acuesto en las camas de mis hijas, pero siempre hay una primera vez hasta para la muerte.
    Los resultados -en esas campañas para el pueblo- salían de dos en dos o de tres en tres, a viva voz y sin nada de privacidad, Recordé las nombradas para trabajar en los turnos de la vieja ENAPU. Había gente que se iba sonriendo, seguros de no estar contagiados, mirando el papel como si observaran su propio cuerpo libre sin virus. Hay que aguantar nomás cuando se está preocupado. Hasta que llegó el nombre conocido: ¿Grecia Espinoza? ¿Es usted, señorita? Acompáñenos, por favor que el Dr. Desea hablar con usted.

    ¡Dios! ¡Mierda!

    ¿Por qué siempre nos acordamos de Dios cuando golpea el miedo? ¿Por qué siempre comparamos lo malo con lo apestoso?
    Ella me miró, yo la miré. Creo que intenté decirle “con calma, bebita, todo va a estar bien”, pero volteé la mirada porque yo nunca he servido para dar ánimos a nadie, menos a mis hijas cuando se enferman. Cuando una de ellas siente un dolor yo ya quiero intercambiar el órgano que le fastidia.

    Llamé a su madre: “creo que es positivo”, le dije. Ella, como siempre, quería saber desde que entramos hasta el momento de la llamada, todo y sin cortes comerciales, pero le corté porque escuché mis apellidos, pero con otro nombre: ¿Carlos Espinoza? Pero nadie contestaba. ¿Carlos Espinoza Rumiche? ¿Será Ricardo, Sr.? Aquí dice Carlos. Mire. Bueno, era letra de médico y podía leerse Carlos, Ricardo y hasta Gerónimo si alguien quisiera.
    Pero lo había gritado: Espinoza Rumiche. ¡Carajo! Voltearon varios y se dieron cuenta que era el Espinoza Rumiche: Hola, Ricardo, me dijo uno de los subgerentes de la muni. Puñito por aquí, puñito por allá. Qué roche, carajo. Se siente raro que te saluden en el preciso momento que te digan: acompáñenos, por favor, que el médico quiere hablar con usted.

    -Es usted positivo, Sr. Espinoza, dijo el médico-. ¿Tiene algún síntoma? ¿Por qué ha venido a hacerse la prueba?
    Yo no tenía síntomas, pero mi hija sí. Dolores de cabeza, de cuerpo, fiebre y tos la tenían insegura desde hacía cuatro días, justo desde el día de su cumpleaños. Yo estaba trabajando y ella me había llamado en ese mismo momento porque -por Facebook- se había enterado que estaban haciendo pruebas, y la acompañé porque nadie como ella para insistir cuando algo se le mete en la cabeza.

    Tranquilo, si no siente nada eso es bueno, me dijo el de la letra fea, pero hágale un bien a la sociedad y aíslese en su casa.
    Me aislé, nos aislamos y aislamos casi desterrando a mi suegro en su propio cuarto. Dos semanas sin salir el pobre. En realidad, ya teníamos cuatro días cuidándonos en nuestra propia casa. Había la sospecha por los síntomas de mi hija. Es bastante raro vivir en familia y no querer encontrarse en la misma casa. Todos con doble tapaboca, todos comiendo en diferentes espacios, todos cuidándonos el uno del otro.
    Pero había que hacer llamadas y avisar a quienes habían tenido contacto mínimo, pero contacto al fin, y no solo para que supieran, sino para que pudieran tomar sus propias medidas. Mi hija mayor a su trabajo; yo a mis amigos, pero más a mi familia para que no me llamasen para nada. La familia comprendió, pero los jefes no. De palabra no se vale, había que hacerse la prueba y mostrar el resultado más la orden del médico que exige aislamiento social responsable.

    No sé qué es más doloroso, si pagar lo que cuesta una prueba en una clínica o enterarte de lo que ya sabías que iba a salir en el resultado: Positivo. Tres positivos en una familia de seis es el cincuenta por ciento según la matemática. La mitad del mundo puede imaginarse lo dolores del resto, pero no puede comprenderlos.

    Es jodido no sentir nada y que una de tus hijas sienta. Es doloroso ver que a quien contagiaste le duela hasta el tuétano y que tú, el culpable por haberse acostado en su cama, solo el remordimiento te coma por dentro.

    Recé todas las noches hasta el cansancio por ella y por ellas. Me ofrecí si acaso alguno de la casa debía partir como parten a diario nuestros amigos y nuestros vecinos. Recordé a uno de mis amigos que al comienzo no sentía nada, pero que terminó en una clínica. Podía ser también mi caso, pero a mí solo me dolía el alma. Nada de nada, ninguna señal en este cuerpo que ya muy pronto ha de cumplir los primeros cincuenta. Apenas un cosquilleo en la espalda; pero era porque detenidamente lo buscaba de manera insistente para sentirme menos culpable. Yo solo rezaba, seguía rezando, si había que irse uno de nosotros tenía que ser yo, sino igual me moriría.

    Tengo que confesarles algo: el día de la prueba, no sé si por mi edad o porque me vieron cara de no sé qué, fui el único a quien invitaron a otra de las mesas. No era obligatorio, pero acepté porque el que nada debe nada teme. Fue una charla corta sobre la infidelidad y el cuidado en el sexo. Me sentía raro, no sé, es que a esta edad uno suele pensar que ya sabe todo eso y que estamos más para dar una cátedra que para escucharla. Me hicieron pruebas de VIH y de otras enfermedades venéreas: todas negativas. Pero lo confieso: igual asusta.

    Han pasado los días de miedo, pero igual sigo sintiendo miedo de contagiar a otros. Cosa rara, hoy me cuido y me separo más que antes. Ya me sale negativo y dice el médico que ya puedo hacer mi vida normal. ¿Qué es lo normal en estos tiempos? No sé, tal vez rezar y seguir rezando hasta que sientas que ya has agradecido lo suficiente o qué sé yo; es que con todo lo que estamos pasando nunca antes me sentí tan suertudo y tan bendecido; es que a veces creemos que no hemos ganado nada sin darnos cuenta que lo tenemos todo; es que la vida es tan incierta y uno tan irreconocible.

    Autor

    • Ricardo Espinoza Rumiche
      Ricardo Espinoza Rumiche

      Nació en Paita, en la cima de un cerro. Ha estudiado en la ex 33 donde iban los más papacitos de su época y en el Colegio San Francisco, porque no había otro. Fue judoca porque quería vengarse del muchacho que le ganaba a su hermano y también basquetbolista, porque nunca aprendió a patear la redonda. Tiene estudios superiores técnicos, pero se le extravió el cartón que lo certifica. Ha sido, entre otras cosas, pescador, camarero, estibador, mototaxista, agente de aduana, pero nunca pasador de franela. Tiene dos novelas publicadas y dos a media caña que no quiere terminar porque no saca ni para el té filtrante con su literatura. Se considera un autodidacta y un “mil oficios”. En el año 2020 publica el primer número de la revista Barlovento, pero el virus y sus amigos que nunca le compran lo obligaron a desistir de una segunda edición. En el 2021 crea este espacio virtual e intenta mostrar un espacio para todo paiteño que desee escribir. Pero nadie desea escribir y casi siempre lo mandan a bañarse. Actualmente prefiere releer sus textos inéditos antes que leer propuestas monses de candidatos monses. Es chancletero por obra divina y sueña con ser abuelo de tres lindas niñas.

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