Mi amigo Timoteo apareció como un ángel caído del cielo. Yo estaba asustado porque nunca había estado en esa situación. No sentía mi pierna y acababa de retirarme cuatro vidrios de mi rodilla izquierda, a lo Rambo, sin asco, entre miradas extrañas que intentaban ayudar sin saber cuál es el procedimiento. Pocos saben cuál es el procedimiento para ayudar a un accidentado: “no tocarlo, menos pararlo”, dicen los que saben.
Pero todos me querían parar para sacarme de la pista, en especial el que se me había venido encima sin control alguno. Y testigo es la luna que yo no me dejaba. A mi mente había llegado la historia de un ex compañero de trabajo que se accidentó y, como no sentía su pierna, se paró y escuchó un sonido de rotura: crack. Y al suelo otra vez. Medio año sin moverse en su casa tuvo que pasar mi ex compañero, según le dijeron, por levantarse, con la pierna hecha agua y sin ganas de seguir viviendo.
Timoteo me pidió que me apoyase en él, que no me iba a dejar solo. Y lo hizo. Soportó mis más de cien kilos sacándome de la pista para ponerme a buen recaudo. ¿Cómo llegó Timoteo en ese preciso instante si Paita es inmenso y ni siquiera vive cerca del accidente? Simple: porque hay ángeles que son iluminación y otros que son guardianes.
Más de veinte años manejando e invicto para estos menesteres. Siempre dudando de todos para no ser sorprendido. Pero siempre hay una primera vez, aunque no la quieras.
Eran dos chamos la otra parte, y testigo es la luna que apestaban a hierba y a tragos baratos los hijos de sus madres. Se los hice saber y cambiaron sus actitudes, pero solo por algunos segundos porque volvieron a mostrarse altaneros y cobardes para no aceptar la culpa. Los chamos saben que la mayoría de paiteños, o los ignoramos o les tememos a sus bravuconadas. Hace poco, un vecino denunció a un grupo de chamos, por abusivos y escandalosos y, en lugar de recibir respuesta de la policía, tuvo que esconderse por varios días porque se la habían jurado. No son todos, desde luego, pero con la gran mayoría, como diría mi mecánico “legal”: sacas peladas.
“Ya perdiste, son chamos”, me dijo uno de los que me ayudaban. Esa frase es muy cierta. A la mayoría de venezolanos no les sacas ni los buenos días, menos una actitud de buen cristiano.
Además, yo ya estaba pensando cuánto tiempo iba a estar mi moto guardada en la comisaría y cuánto me iban a cobrar los policías por devolvérmela si acaso exigía se me pagase todo lo que en ese momento creía yo había perdido. Hay que ser realistas. En este país, aunque tengas todos tus documentos en regla, un accidente por más pequeño que sea, es un negocio para los que deberían cuidarnos.
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Lo más curioso de esta historia, es que el causante del accidente, sin contar al irresponsable venezolano que apestaba a vicios, fue un montículo de tierra sin señalización alguna. Eran más o menos tres metros cúbicos de tierra que uno de los vecinos había dejado regado en la pista. Digo curioso porque desapareció en cuestión de minutos después del choque. Creo que alguien se asustó de su propia irresponsabilidad a tal punto de llenar en sacos toda esa tierra. ¿Por qué no lo hizo antes? ¿Habrá aprendido ese vecino de FONAVI que no es tan difícil ni trabajoso ser responsable en esta vida?
“Lo mejor que hiciste. Nada de problemas con esa gente”, me dijo mi hermana al enterarse de lo ocurrido. Bromeamos: “imagínate si llegaba su chama y de un caderaso tumbaba a tu mechita. No, hermano, la desaparecía a la flaca”. Y ja, ja, ja. Hasta que me despedí de mi hermana, que es mucho más flaca que mechita, y pude sobarme con mayor privacidad.
No sé cómo llegué a mi casa esa noche. Los seres humanos tenemos una fuerza sobrenatural para sobrevivir a situaciones inesperadas. Mi abuelo Emilio, por ejemplo, cuando vivía con él en Trujillo allá por finales de los ochenta, un día llegó hasta el segundo piso. Lo raro era que había tocado la puerta, y por eso le pregunté qué había pasado. “Nada”, me dijo, “solo que me atropelló un tráiler”. El viejo era un ser especial. Nunca se quejaba de nada. Sus amigos le decían Supermán. Esa noche el viejo no quiso ir al médico. Exigió que lo dejáramos descansar y que ya mañana veríamos qué pasaría. Imagínense todo lo que aguantó ese día porque después fue operado y enyesado en una clínica trujillana. Yo soy fuerte, me siento fuerte. Pero al lado del viejo, y testigo es la luna, soy un mortal cualquiera esperando que mechita me auxilie.
Nadie me cree que me retiré cuatro vidrios de mi rodilla izquierda. Sí, me los retiré cuando varios me intentaban parar, a lo Rambo, sin asco, y hasta me provocó tener una aguja y un hilo para cerrarme las heridas. Lo confieso: cuando hay público soy como los políticos de turno: un actor en potencia, un fanfarrón de aquellos, un adefesiero al máximo, un atorrante sin límites, un pobre y triste figureti y más, mucho más de esas cojudeces a las que nos acostumbran estos convenidos zamarros.
Me retiré rápido los vidrios porque ya he tenido experiencia de objeto extraño perdido en mi rodilla. Fue cuando pescaba en una lancha arrastrera: una espina de volador se incrustó en mi cuerpo y desapareció la mitad de ella en cuestión de segundos. Testigo es la luna que pasé una semana sin trabajar porque no me la encontraban, hasta que salió la bandida, a punta de pastillas. Salió como un chupo y al instante dejé de cojear y de sentir cosas extrañas. Esa experiencia la llevo como un claro ejemplo de que, por más fuerte que seas en esta vida, algo insignificante puede convertirte en un ser débil e inservible.

Mechita me limpió aquella noche, le debo tanto a esa mujer, y, como tantas veces, y testigo es la luna, fue mi enfermera y me recetó. Mechita sabe de primeros auxilios; ha aprendido por curiosidad y porque conversa con su hermana la Químico Farmacéutica. Yo creo que el mundo perdió una excelente médico con mechita, aunque ganó una mejor profesora.
“Échate bastante Vick Vaporub”, me repiten hasta el cansancio mis padres. Para ellos ese ungüento es milagroso. Les ha curado la columna, los tobillos y hasta la gripe. Esta semana fue parte de mi tratamiento ambulatorio casero. Sí, tiene magia esa crema, ya lo he comprobado en más de una oportunidad. Aunque también he tomado pastillas y una inyección que llegó sin pensarlo. Una enfermera de la familia, al pasar por su casa y verme con la rodillera, y después de explicarle lo sucedido, me clavó la aguja sin pedir permiso. ¡Quién soy yo para negarme a un favor impagable! Son estos actos los que me hacen sentir que sí hay gente que me quiere en este mundo y eso es suficiente.
Muchos años atrás, cuando el deporte era lo más importante de mi vida, sufrí una “safadura” de clavícula, la única en toda mi carrera amateur. Fue en Lima, en una pre selección de judocas para ir a un Panamericano. Antes lesionado que caer de espaldas: me jodí por dármela de héroe. Sin embargo, cuando se me acercó el médico de la Federación para revisarme, me dijo: “No tienes nada, ardiloso”. Y me botaron del evento, así no más, sin ton ni son, como quien saca un saco de basura. Horas después, sudaba y volaba en fiebre en la carretera. El pasajero de al lado era una señora muy amable que me colocó un trapo húmedo en mi frente, solo así pude dormir un rato hasta llegar a Paita, sin sueños de ir a un Panamericano, con ganas de jubilarme del judo y con un dolor que dolía más por dentro que por mi hombro.
En aquellos tiempos, nos sobaba la Sra. Rosita, una amiga de mi abuela que asistía religiosamente a la iglesia San Francisco. Era mágica la Sra. Rosita. Nos quitaba los dolores musculares en cuestión de horas. Pero ese día doña Rosita no estaba y mi padre me llevó donde el carpintero Calderón, en la calle Zepita, entre maderas, serruchos y viruta. Allí grité con alma corazón y vida. Tenía quince añitos. Solo quince añitos y una vida llena de deporte por delante como para no curarme de ese hombro que deformaba mi físico.
Ya ha paso más de una semana del choque y mi pierna ya está mejorando. Pastillas por aquí y por allá y tres latas de Vick Vaporub la han estado refrescando toda esta semana. No estamos para una pichanga entre gente brava todavía, tengo algo de miedo de no ser el de antes, pero ya estamos operativos para lo primordial en esta vida, la de salir a las calles y regresar con el dinero a la casa para seguir viviendo dignamente.
Así es la vida. Esta vez me tocó perder. Fueron chamos.