La gente en este puerto está indignada por la falta de agua y nada la calma. Hasta los amantes de las yunzas hoy odian la música y los bailes. No hay tregua para un momento de diversión porque la mitad de los porteños es incapaz de entender las necesidades de la otra mitad. En estos momentos de crisis y falta de agua, nada satisface más a un porteño que unas cuantas gotas de este líquido elemento. Nada. Menos un baile. Hoy la gente discute con ansias y pasiones oscuras si debe haber o no celebraciones por el día de la creación política de la provincia. Los bailes se han convertido en el cuco, en el asco, en el pecado, en la falta de conciencia, en la irresponsabilidad misma. Nadie piensa en los músicos profesionales y su trabajo. Nadie cree que hacer música y vender este arte es hasta quijotesco en este país donde el talento es pasado por agua tibia. Nadie cree que en medio de la desgracia también debemos encontrar un espacio y un momento para no seguir sufriendo.
¿Por qué odiar los bailes sólo en crisis y cuando les conviene?
A Richi Vladi no le gustan los bailes callejeros-populares. Ni en crisis ni en tiempos de vacas gordas. Ha asistido a algunos en lo que lleva de vida para no parecer anormal ante sus amigos, pero en gran medida prefiere ignorarlos. No es la música ni los músicos, sino el ambiente que se forma. Tiene malas experiencias cuando ha asistido. En un baile callejero, por ejemplo, un borracho desorientado se sacó la pichula y le orinó una pierna. ¡Qué asco!, quiso golpearlo, pero recordó que era judoca de formación, y los judocas bien entrenados y disciplinados no pelean fuera del tatami, y menos con borrachos con el pene al aire; al contrario, mantienen la calma así el faltoso borrachín se sacuda su miembro en su presencia; en otro baile, un enano que le daba por la cintura lo guapeó por ser alto y por no dejarlo ver el escenario. Richi Vladi tuvo que hacerse a un lado para que el chichón de vereda se quedara tranquilo.
Su estatura en los bailes siempre le ha traído problemas. Nunca falta un achorado patas mochas con ganas de tumbarse esa torre. Pudiera ser beneficioso su condición física para encontrar a alguien en un local lleno, pero Richi Vladi es miope hasta el cansancio y no encontraría ni a un elefante en medio de la muchedumbre. No obstante, su miopía le hace saludar hasta los tachos de basura de colores. No es chiste. Un día, de noche, pasaba por un parque con poca iluminación y le pareció ver a tres personas conversando. Gracias a su educación impuesta por su madre que ha sido profesora de la vieja guardia, de las que enseñaban con regla en mano, con oreja ajena en mano, a cocachos enseñando y a cocachos aprendiendo, le es imposible no saludar en la calle, así no conozca a la gente, porque se siente incapaz de traicionar lo aprendido: igual no le contestaron los tachos de basura.
Su altura también le ha traído problemas para enamorar a las chicas, casi todas enanas en el puerto. Una vez casi lo cachetean al pobre gigante por puntearle las tetas a una desconocida.
El último baile al que asistió fue sin querer queriendo, como guardaespaldas de sus hijas que se inauguraban en el ambiente de la cumbia. “Es el grupo 5, papi”, le decían. Era hasta inhumano no extender el permiso por tanto ruego y con tanta propaganda que había circulado por las redes sociales. “La juventud necesita de estos espacios, hombre, hay que dejarlos y orientarlos”, piensa Richi Vladi. Les dio el permiso con la condición de que él entraría con ellas. ¡Qué roche!, ¡qué vergüenza! ¿Con el papá en un baile? No te pases, papi; de lejitos si quieres…
Sí quiso, de lejitos, no importaba nada con tal de cuidarlas.
PUEDE LEER TAMBIÉN: LA MENTIRA PRODUCE DOLOR EN EL ALMA
Entró al baile, estaba convencido que había que asistir y observar cómo era en la actualidad ese ambiente, no sin antes llamar a dos de sus amigos para que lo acompañasen en la misión de padre responsable y preocupado, viejos parranderos en retiro, que llegaron en pocos minutos, como enfermos de covid necesitados de oxígeno.
Fue en ese baile que Richi Vladi se dio cuenta que los años no pasan en vano: nadie quería bailar ni con él ni con sus amigos el chato y el gordo. Estaban aislados, solitarios y malolientes para el resto que los observaban como quien revisa un adorno antiguo que no va a comprar en una tienda desolada.
Aquel baile para ellos fue como estar en una serenata de aniversario. Hasta que el chato divisó a una mujer entrada en carnes, en años y solitaria, como ellos mismos. Bailó con ella y la llevó al grupo. Ahora eran cuatro maduros abandonados en un local repleto de jóvenes coreando las canciones de despecho: “Quiero ponerme a beber / Un cigarrillo fumar / A la mujer que mató / Mis sentimientos ir a buscar…”
“¡Carajo!, qué letra. Si hasta pareciera que uno ha sufrido de verdad cuando la canta”, decía el chato, que sí había sufrido, si hasta se le había ido la amante robándole la quincena, pero no recordaba cuál de todas había sido la facinerosa.
Se rotaron a la desgraciada para mover de manera equitativa sus esqueletos, que quién sabía por qué andaba sola. Si hasta se sabía las canciones con puntos y comas.
Ese baile se estaba dando en el mismo local que treinta años atrás Richi Vladi y sus amigos se habían vengado del hermano celoso de dos de sus amigas, que las había encerrado para que no salieran con ellos. Cómo era posible eso a los dieciocho años de edad. Cuánta maldad podía hacer los celos de un hermano mayor. Qué imbécil.
Pero se la devolvieron al celoso. En un papel escribieron el mensaje que sería leído por el locutor de la orquesta: “Se le comunica al Sr. García que su esposa lo está esperando en la puerta, que es urgente, que se le ha adelantado el parto…”
Qué tal venganza, recordaba Richi Vladi, y se reía porque en ese tiempo le malograron la noche al celoso de hermanas, quien estaba bien acaramelado con un par de putitas que tenía calentando y a quienes abandonó por la desesperación. Pero ellos fueron felices cuando lo vieron salir del local preocupado, sin encontrar a su esposa, pero con rumbo a su casa.

A Richi Vladi no le gustan los bailes, pero no se hace paltas por el resto porque él cree en la libertad de las personas. Y la libertad ni el pensamiento deberían cambiar porque llega un tiempo de crisis de agua potable. Además, hay que ser bien cucufato para arañarse contra un baile viviendo en un puerto lleno de pescadores y siendo visitado a diario por marineros mercantes que no buscan otra cosa que relajarse, y más en un lugar donde se baila hasta en las calles.
“Los bailes son necesarios, aunque suene ridículo”, piensa Richi Vladi. No porque a algunos no les guste o no les permita asistir sus creencias religiosas no pueden ser importantes para el bienestar emocional de las personas. Claro está, sin llegar al extremo ni al vicio.
Richi Vladi sabe y entiende que vive en un lugar sin muchas oportunidades, sin momentos especiales que valgan la pena; pero es consciente que tanto la diversión como el ocio son deseables y necesarios en este ambiente de pescadores, fileteros, mototaxistas y comerciantes, como una puerta de escape a lo rutinario, como un aliciente para continuar bregando por sus familias en inhóspitos ambientes laborales.
Si hay algo que congrega masas, no es otra cosa que la necesidad de pasar un rato agradable con los amigos.
Está comprobado científicamente que, cuando la gente se divierte y ríe, se desestresa y ayuda a que su cerebro viva en el aquí y en el ahora. Dicen que no pensar en el ayer ni en el mañana es una de las claves para vivir con la máxima intensidad.
Los bailes no son cosa mala, no son el pecado capital, aunque a algunas autoridades les dé vergüenza aceptar que tenían en mente organizarlo.
Testigo es la luna que a Richi Vladi no le gustan los bailes callejeros. Los detesta. Sin embargo, no por eso los odia ni estará nunca en contra. “Cuánto músico talentoso vive de un baile. Hay que ser idiota para estar en contra”, piensa Richi Vladi. Ya depende de cada uno encontrar el límite que corresponde para no verse irresponsable. Fue en un baile callejero y aburrido, cuando Richi Vladi encontró una aventura que no ha podido olvidar jamás. Fue una sullanera quien le rompió el corazón a los dieciocho añitos. Quién sabe si era o no una sullanera, a lo mejor le mintió la buenamoza, igual no volvió a verla jamás. La falta de comunicación de la época impedía muchas veces una segunda escena, un repetido encuentro, otro beso con sabor a triunfo.
Tal vez no sean los bailes, quizás no sea el ambiente lo que lo frena. A lo mejor es psicológico y doloroso el recuerdo de ese amor fugaz lo que lo aleja de ese tipo de diversión.
¡Quién sabe!…