Por Gonzalo Higueras Cortés
“El camino era un limpio recorrido con las nubes acariciando los cerros. Lentamente, la luz dorada aparecía con más fuerza, igual que una cortina con sus suaves pliegues, una luz como si fuera una mano firme que expresa amor en cada uno de sus rayos. Se me hace difícil expresar mis sentimientos sin consentir y sumergir en ellos una entrega de placer”
Sucedió en Huancabamba. En la hora que precede el amanecer se dejan atrás los sueños sin reflexiones, las promesas falsas y el límite del cansancio; allí, el amanecer despierta como un inventor lleno de fragancias nuevas, de brisas y canciones. Amanecer un día en Huancabamba es como recordar aquella noche serena donde no se escucha el sonido de la ciudad, donde las ofensas se olvidan y donde los temores se desvanecen esparcidos por el viento; y cuando aparece esa luz dorada, envuelve todo en un gozar de dulzura, como si fuera una voz que parecen tocar las estrellas más lejanas.
Viajamos a Huancabamba cuatro personas. El destino final, la llamada “Laguna Negra” en la Huaringas. Roly Neyra, un amable guía y chofer, conducía desde las cinco de la madrugada, con ímpetu su vehículo. Una curva y otra, y otra más, parecía un sinfín de recodos interminables. Cuando brotó el amanecer, me impresionó su luz. Él me dijo: “está rayando la aurora”. Dentro de mi imaginación, fantasiosa, nada me pareció más real y más auténtico que ese soñar que tienen las gentes de la región donde, a pesar del frío y sus dificultades, remueven día a día sus sentimientos.
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El camino era un limpio recorrido con las nubes acariciando los cerros. Lentamente, la luz dorada aparecía con más fuerza, igual que una cortina con sus suaves pliegues, una luz como si fuera una mano firme que expresa amor en cada uno de sus rayos. Se me hace difícil expresar mis sentimientos sin consentir y sumergir en ellos una entrega de placer.
Después de un largo recorrido a caballo por parajes imposibles de volver a ver, llegar a destino y mirar aquella laguna misteriosa, era como oír de pronto el murmullo que irrumpe el eco del mundo, ya no la voz de los hombres que acosan a los espíritus malignos con la promesa del alivio final, ya no el canto de los “maestros” que esperan la “limpia” de los hombres y de las mujeres necesitados, ya no el mundo fantasmal del recuerdo ancestral, sencillamente, era la expresión silenciosa, la oscuridad espectral que se convierte en luz. Sin embargo, a lo lejos, aparece insistente, como letanía, el canto embrujado y sugerente del maestro: “vamos levantando, vamos levantando…”. Recordé entonces aquella expresión del amanecer en Huancabamba, tratando de descifrar los estímulos de su gente y su buen amor, aquellos que empiezan con el día rayando la aurora.
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La experiencia de sumergirse en ese arduo recorrido, es algo que los piuranos debemos realizar, aunque sea una vez en la vida. Cuando regresamos a la ciudad, pudimos finalmente despercudir la fantasía. Recordé con fuerza las palabras de García Márquez, “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Vaya usted alguna vez a las Huaringas, lejos del telón que empaña el mito de la brujería o el hechizo, quedará siempre el recuerdo de una buena historia para contarla.