Por Robert Jara
I
Al ver a mamá, le digo, simulando pucheros:
—Me he sacado un rojo.
Ella, siguiéndome la corriente, me advierte:
—¡Ay, caracho! Ahí sí que te doy tu maja. —Pero, inmediatamente, sacude de su rostro la sonrisa y repone—: Perdón, diosito, pero bien sabes que jamás vuelvo a ponerle la mano encima a mis hijos. Se persigna, y tras un suspiro se pierde en su memoria. ¿Cómo pudimos, viejo?
II
Mi hermano mayor cansado de que lo compararan conmigo preguntó que cómo yo hacía para que me entrara el estudio. ¡Yo odio estudiar, chanconcito! Le dije que no lo sabía, que quizá me venía de nacimiento. Lucho se río de muy buena gana, con esa risa que pronto languidecería para siempre. Nos reímos. Total, dijo, chupándose las muelas, antes de soplar la vela, yo de grande quiero trabajar en el campo, como papá. Sumidos en la oscuridad guardamos silencio y nos dormimos abrazaditos.
Al día siguiente, cuando volvíamos de la escuela, Lucho parecía otro. Caminaba junto a mí sin patear las piedras del camino, sin ponerle apodos a los más pequeños, sin tararear ninguna canción.
—¿Y tu libreta? —osé preguntarle.
Se encogió de hombros y siguió caminando como si nada le hubiera dicho. Qué pensaría, que repuso:
—La boté a la Bóveda. —Me detuve en seco. Se detuvo también, forzó una sonrisa y repuso—: El agua ha de estar roja, chanconcito. —Lo comí con los ojos y me dispuse a volver. Entonces, poniéndose serio me calmó—: Es broma, sonso. —Me abrazó y, no sé bien si por envidia u orgullo, me dijo—: ¡Quién como tú, chanconcito!
Me acomodó la moña con sus huesudos dedos, y nos echamos a andar en silencio el resto del camino.
—¿Y cómo les fue en la escuela? —indagó mamá, colocando los platos en la mesa. ¡Hum, arrocito con huevo frito!
—Bien —se apuró a contestar Lucho, echándome un ojo.
—Bien —repetí, echándole un ojo, también.
—Qué bueno, porque un pajarito me ha dicho que hoy han entregado libretas.
Hurgué en mi morral, bajo la mirada atenta de mamá.
—Toma.
—A ver, a ver. —Me recibió la libreta y la ojeó a vuelo de pájaro—. ¡Ni un rojo! —Miró a Lucho e irguiendo la quijada, le aconsejó—: ¡Aprende de tu hermanito!
Enroscó sus brazos en mi cuello, por la espalda, me besó la cabeza y se deshizo en halagos. No tendrás que matarte en el monte como tu padre. Yo no dejaba de mirar de reojo a mi hermano. Su perfil era gris y largo.
—¿Lucho, y tú?
—¿Yo qué? —dijo, llevándose la cuchara a la boca.
—No te hagas el chistoso. ¿Tu libreta?
Dejó la cuchara en el plato y se cruzó de brazos.
—¡Lucho, tu libreta!
—Allí —dijo, mirando su morral hechizo que colgaba de un clavo mohoso. —Mamá que echaba sus pasos al lugar, cuando Lucho repuso, cabizbajo—: Repetí de año.
Parpadeaba rápido para evitar que se aguaran sus ojos. Mamá avanzó con premura hasta el morral, y temblorosa hurgó dentro de él. Cuando tuvo la libreta en la mano, la pegó a su pecho, cerró fugazmente los ojos e imploró casi murmurando: ¡Virgencita de Guadalupe! Luego, la ojeó de un sopapo. Sus ojos negros y grandes se hicieron más grandes.
—¡Virgen santa, puro feriados!
—¿Cómo que puros feriados? —irrumpió papá, que acababa de asomarse por la puerta del comedor.
—Tu hijo ha repetido de año —explicó mamá, alcanzándole la libreta.
Papá bajó la palana del hombro, la paró en la pared, y avanzó hacia la mesa, sacándose la correa y desembuchando lisuras. ¡Párate, huevón! Como mi hermano no obedeció, lo puso de pie jaloneándolo del brazo. Y plum le cayó a correazos. Yo, con los pelos de punta, aproveché la confusión y me escabullí. ¡Estudia, carajo! Por la ventanilla que daba al comedor, masticando los restos de comida que había en mi boca, veía, con el corazón atropellado, cómo se ensañaban contra mi hermano que no podía hacer nada por defenderse. Rosti, que había estado durmiendo debajo de la mesa, asomando apenas el hocico, ladraba; así como ladraba cuando por la calle nos cruzábamos con extraños. ¡Calla, sarnoso, o también te cae! Mamá sujetaba duro a mi hermano sobre su falda., mientras papá le asestaba rabiosos correazos en las nalgas peladas. ¡Papito, mamita, no me entra el estudio! Que con la maja seguramente iba a entrarle. ¡Calla, burro de mierda! Me pareció ver, por un instante, que mamá lagrimeaba, y que ladeaba su cara para no ver los golpes. ¡Yo trabajaré en el campo! No pude más y eché patitas a la calle. Solo remolineaba el viento. Me senté al filo de la vereda, y ahí, rezando, lloré hasta que la bulla del comedor se deshizo.
III
—Mamá, revisa mi libreta —la interrumpo, jalándole el mandil.
Se sopla el cerquillo y me obedece.
—Bah, es tu primer rojo. —La miro, confundido; no estaba bromeando—. Ocho en Educación Física —agrega, dejando la libreta abierta sobre la mesa.
Estiro el cuello. Y mis ojos fugazmente divisan una manchita roja que desentona en el mar de machitas azules. Me restriego los ojos y vuelvo a mirar. ¡No puede ser! Pero sí, ahí está ese 08 rojo como ciruela madura, como lunar de carne, como panza de zancudo tragón. Me vuelvo a restregar los ojos, con fe. ¡Virgencita de Guadalupe! Pero ese 08, rojo como la rabia, reaparece, incólume, con su mueca burlona. Miro a mamá, de mala manera, con la trompa estirada, y la acuso:
—¡Tú tienes la culpa!
Mamá suelta el trasto que refriega en la tina, y se lleva las manos al pecho.
—¿Y yo por qué, mi amor?
—Por tu culpa estoy gordito, me das de comer mucho…
—Pero Rogelio…
—Por tu culpa llego último en las carreras, por tu culpa no puedo saltar el taburete…
Y arranco a llorar. ¿Rogelio? Pero en lugar de callar, doy unos pasos y me dedico a propinarle cabezazos a la pared de adobes. ¡Ya, mi amor! Que me calmara, que nadie se había muerto por sacar un rojo, pero sí por golpearse la cabeza. ¡Ya, mi chanconcito! Que no me preocupara, que para todo había una primera vez en la vida.