Nunca tuve dominio sobre nada, pero siempre sentí que estando en él yo podía dominarlo todo.
Hago memoria y vuelvo a vivir, como cada 24 de septiembre de cada año de mi niñez, en el Jr. San Francisco de Paita, en el 124, en uno de los tres balcones de esa pequeña y única cuadra donde sigue siendo el paso obligatorio para la primera procesión de la imagen de la virgen de Las Mercedes de Paita, la mechita, la chinita, la patrona del puerto; recuerdos impregnados de una enorme carga emocional.
Mi balcón era una fiesta llena de globos donde la gente se invitaba sola. Mi madre compraba flores que los tres hermanos deshojábamos y perfumábamos con su esencia más costosa. A ella nunca le ha interesado el costo cuando de venerar a su virgen y todo lo concerniente a su catolicismo se trata.
Era tradición familiar esperar, desde nuestro balcón, la primera procesión del 24 de septiembre, donde siempre me sentí privilegiado no solo por ver pasar tan cerca a la virgen, sino que podíamos lanzar las flores y los globos con elegancia, inventando nuestro propio estilo y consiguiendo vestir de colores el paso de nuestra virgen histórica.
Cada vez que paso por esa calle y veo ese balcón siento que sigo allí, que no me he ido ni me iré nunca porque uno no puede dejar de ser lo que es, y yo siento que soy parte de él. Además, alguna vez leí que los recuerdos son el paraíso del cual nunca podemos ser expulsados.
Ver pasar a la virgen era buscarle algo diferente cada año; es que mi madre, según ella, notaba si la imagen estaba triste, preocupada o feliz aquel día. Las procesiones de la virgen podían ser iguales para cualquier católico, pero nunca para mi madre. Ella vivía con pasión el paso de la imagen y nos trasmitía a sus hijos sensaciones que para un niño no dejaban de ser extrañas.
A nuestro balcón subía cada año un familiar diferente y lejano que solo veíamos para ese día. Eran visitas inesperadas para nosotros, pero que mi madre recibía y hasta esperaba con alegría para compartir el privilegio de tener un balcón tan exclusivo.
En aquel balcón, que hoy pareciera extrañarme, pasé mi niñez, mi adolescencia y mis primeros años de juventud. Fue mi patio en los domingos y feriados, mi dormitorio en el verano y hasta mi coliseo cuando no estaba mi madre que nos impedía siempre a mi hermano y a mí practicar unos dribles dentro de la casa.
Desde ese balcón mi perro Lex se lanzaba cuando le llegaba el amor callejero. Nadie me creía que andaba desdentado y achacoso por enamoradizo, hasta que lo vieron volar y revolcarse en la tierra de ese entonces. Para Lex el balcón era el medio para liberarse, enfrentar el riesgo e ir en busca de la pasión. Para mi madre era disfrutar del paso solemne de su virgen y estar más cerca del cielo. Tal vez ambos buscaban lo mismo, pero de diferente manera.
Mi balcón no era muy alto, razón por la que mi hermano fue alguna vez víctima del robo de sus zapatillas; no obstante, para mí era no un balcón sino un mirador donde sentí de niño que podía dominar al resto. Yo, siendo miope de nacimiento y por herencia, no miraba sino que contemplaba el paso diario de mis propias pisadas. Y cada vez que cambiaba el viento recordándonos que vivíamos en un puerto pesquero, golpeándonos con sus olores extraños, yo corría para abrir la puerta, respirar fuerte parado allí y para sentir que la brisa me traía un mensaje de mi padre, el capitán de pesca, que en alguna milla de ese mar entregaba sus mejores años por nosotros.
Cuando tuvimos que mudarnos a la parte alta del puerto, solo lloré por mi balcón. Moría la tradición familiar de esperar la procesión del 24 de septiembre. Nunca más la mechita cerca de nosotros; nunca más contemplaría el mundo exterior con la misma seguridad que me daba esa posición privilegiada. Perdía el poder.
Nunca tuve dominio sobre nada, pero siempre sentí que estando en él yo podía dominarlo todo.