Hace muchos años visité el Museo del Prado en Madrid y recuerdo la impresión que me llevé cuando me enfrenté al cuadro “Los borrachos” de Diego Velázquez. Se ve en aquel claroscuro, una suerte de parodia mitológica: el dios Baco regala vino a varios hombres liberándolos temporalmente de sus problemas. El rostro de Baco luce realzado, sin embargo, los risueños borrachines más bien, desgastados y ansiosos por “levantar” la botella o el jarro con el vino que aparecen en el suelo.
Los Borrachos de Diego Velásquez. Museo del Prado
Aquellos borrachos son pues copia fiel al comportamiento que tenemos en nuestras sociedades. Los seres humanos tratamos de lograr un “algo más” en el día a día; claro, lo intentamos a través de las ilusiones: “salud, dinero y amor”. No obstante, no existe pensamiento, estilo, riqueza, poder, ni nada que conmueva más a la sociedad que manifestar su éxito o su fracaso a través del licor. Festejamos la buena o mala fortuna con vino, champán, whiskey, cerveza o cañazo. Da lo mismo. Lo importante es expulsar tristezas y revelar alegrías, aquellas que nos acechan, que nos achica o agranda el corazón, donde soltamos de vez en cuando alguna carcajada o alguna lágrima.
Nada es más inspirador que una buena borrachera para mitigar penas; las tristezas son manojos de sentimientos que en ciertos momentos nos hace más humanos y más sensibles; y claro, el alcohol desinhibe, nos convierte en valientes a pesar de lo vulnerable que se presenta el corazón cuando nos aleja a veces de la realidad.
El licor ha influenciado en todas las etapas de la historia universal, en guerras, arte, literatura, religión… La primera “tranca” conocida se la pegó el patriarca Noé. Según el Génesis, después del Diluvio, Noé cultivó la tierra, sembró una vid, y, no teniendo experiencia con la uva fermentada, se excedió con el líquido y el pobre cogió tremenda borrachera. Noé debió valorar la “nueva sensación”, porque después de su irritación, se le ocurrió maldecir a Canaán y no a la vid. ¡Gracias a Dios! La consecuencia de aquella decisión hubiera sido funesta: imagínense un mundo sin licor.
Los egipcios, en la época de los faraones, bebían cerveza y vino; en Grecia, Sócrates y sus discípulos fueron grandes bebedores de vino; ellos mezclaban dialéctica, retórica y borrachera; y es posible que en medio de una de ellas haya encontrado la frase genial “sólo sé que nada sé”. Dante Alighieri decía, “el vino siembra poesía en los corazones”. Si pues, estuvo enamorado de Beatriz Portinari y nunca se lo dijo: parece que el vino lo ayudó a desahogar su pena en “La Divina Comedia”.
En Estados Unidos con la llamada “Ley Seca”, proliferaron dos cosas: mafias y borrachos. Así que, los gringos decidieron eliminar la ley porque era mejor tener a muchos borrachos sanos que a muchas mafias dañinas.
Los borrachos han existido desde siempre y mientras el mundo se mantenga sobrio, siempre existirá el momento de cambiarlo con una nueva borrachera, porque el licor y la libertad estarán unidos por siempre. Si caminamos un sábado por la noche por los bares de nuestras ciudades, encontraremos borrachos, hombres y mujeres, tratando de cambiar el mundo, desinhibidos en su libertad, desencajados y ansiosos, como en el cuadro de Velásquez, esperando tomar la “última copa”, copa que los liberará de sus tristezas, y así, continuar hablando indiscretas majaderías y mentiras verdaderas que, según ellos, resultan ser voces claras y cristalinas como un riachuelo cantarín; y con grave entonación los borrachos volverán a gritar mirando al dios Baco: “¡Mozo, tráeme la última!”
Nació en Piura, 1952. Ha publicado “Cuernos de Luna” (2007), “El Último Tallán” (2010) y “Calima” (2017).Obtuvo el Premio Internacional de Literatura CIANE 2017, en Venezuela. Ha publicado su reciente novela "El Primer Vicús" (Ediciones Atalaya)