Por César Clavijo Arraiza
Noche de jarana
La música criolla es resultado del mestizaje en el Perú. “Mestizaje” significa mezcla y adaptación. La socióloga Isabel Álvarez Novoa considera que en nuestro país no se vivió un mestizaje pasivo, con el dominador imponiéndose en todo al dominado. “En nuestra nación, el dominado se apropió de manera selectiva y creativa de características de los españoles”, sostiene.
Otra de las huellas indelebles de la música criolla es su origen marginal. El cronista Eloy Jáuregui afirma, en su libro El pirata, que la música criolla nació de una simbiosis entre ritmos negro, cholos, mulatos y criollos – y españoles -, una mezcla de todas las razas del Perú colonial que vieron en la música un medio para expresar sus lamentos, su dolor frente a la esclavitud. Más adelante, con los cambios sociales y políticos, fue dando paso a la sensualidad de los ritmos negros y a la alegría jaranera de los valses criollos. “Mestizaje de mestizajes”, escribió el compositor Manuel Acosta Ojeda. Antes, Ricardo Palma había sentenciado: “El que no tiene de inga tiene de mandinga”
La música criolla
La música criolla no sabe de distancias: “por lejos que estés cariñito, allí te encontraré”; tampoco de socialismo: “que verte solo mío, mi propiedad privada”; niega las despedidas: “regresa, aunque sea para despedirse”; odia la impuntualidad: “cada domingo a la doce después de la misa”; supera las barreras: “pero jamás impedirás que aún te ame como ayer; ignora sensaciones: “cómo será mi piel junto a tu piel”; es masoquista: “ódiame por piedad yo te lo pido”; no revela sus fuentes: “este secreto que tienes conmigo nadie lo sabrá”; es acusador: “me robas la calma y el alma”; y exige discreción: “si la ves a mi chinita por el prado, no le cuentes, hermano, mi desgracia”.
En la música criolla hay nombres propios: Luis Enrique, el plebeyo, el hombre del pueblo. José Antonio, por qué me dejaste aquí. Hilda, tú mi tentación fuiste. Juanita se llamaba mi amor, mi idolatría. Mechita, tú bien sabes lo mucho, lo mucho que te quiero, por eso, por eso te ruego, no me hagas sufrir más. Olga, no me olvides no pretendas engañarme, ya te he dicho que soy hombre y te perdono porque te amo. Rebeca, yo muero por ti. Ay, Zenobia, yo te quiero y no te puedo olvidar. Saca tu machete, Cipriano; afina tu lampa, José. Llegó el flojo de Ramón a la casa de Porfirio, por eso con palo no vale, Valentín. En la casa de Cristina y también donde Bayona se sirve claro en un chirihuaco, con su cebiche de caballa y pejeblanco.
Los valses le cantan al Perú, “la tierra del jazmín, de los geranios y las rosas”, pero, en especial, a sus ciudades. Mario Cavagnaro convirtió a Lima en su novia. El puerto Malabrigo, en el valle de Chicama, es protagonista de un poema de César Miró; una verdadera oda que luego se convirtió en un vals-tondero que los Zañartu cantaron aquí, allá y acullá.
Chiclayo es tierra generosa y “cualquiera se goza en esta tierra hermosa”. Guillermo Riofrío Morales inmortalizó a Sullana como la Perla del Chira, sultana de las sultanas. Para Miguel Ciccia, en Piura nace y duerme el sol con todo su calor. Los Dávalos ven a Arequipa de blanco pasar, con su prometido, el Misti. Tacna, además de hermosa, de preciosa derrama heroicidad.
Las piuranas son “nobles bellas y galanas”. A las chiclayanas se les ruega: “Chiclayanita, dame tu amor”. Las trujillanas son palanganas: “Cómo bailan, trujillanas tienen que ser”. Las limeñas son tradición: “Repican las castañuelas de su tacón”:
El vals duda: “No sé si soy valiente o cobarde”. Luego se resigna: “Quererte tanto y tener que olvidarte”. El vals insiste: “Te busqué por todas partes, te busqué”. También fracasa: “Al no poder encontrarte te lloré”. La vocación de la música peruana no admite dudas: “Cuando era pequeño, yo le dije a papá: yo quiero cantar, yo quiero tocar, yo quiero ser como tú (…)”. Y el sueño se hizo realidad: “Ahora canto, ahora toco y doy gracias a papá”. El vals pregunta: “¿Dónde se duermen tus ojos chinitos?” Al no hallar respuesta, exige una dádiva: “Regálales a mis ojos la dicha de no verte”.
Nuestra música se disculpa: “Perdón si escondí una caricia, una sonrisa a tu ansioso corazón”. Pero las disculpas son extemporáneas e insuficientes: “Tu mala canallada con otro igual a ti la tendrás que pagar”. En tiempos pretéritos del movimiento #NiUnaMenos, el vals reclama odio: “por piedad yo te lo pido”. Y exige castigo: “Regáñame si en la madrugada sientes fría la almohada porque a tu lado no estoy”.
Mientras la marinera zapatea, “porque no hay primera sin segunda”, el vals “Desdén” defiende que “toda repetición es una ofensa”. En clave de salsa, Jerry Rivera postula que “un amor como el nuestro, no debe morir jamás”, pero el Zambo Cavero, sentado en su cajón, carraspea que “se acabó y punto”. Fonsi ha marcado un hito en la historia de la música universal con su “Despacito”, pero jamás podría interpretar esa frenética estrofa de “Suspiro” que eleva al vals a una clase maestra para acabar con la dislexia: “Yo quiero que escuches la imagen de mi alma, que te ama y te adora como una aventura que nadie ha gozado, tu nombre quedará grabado para ser dichoso con tu falso amor”.
En la música peruana hay un toro mata rumbambero; un gallo Camarón que tiene ansias de tragedia, por eso le pide a su gallero que le quite trabas; hay un criollo berebere que pajarea; hay un perro-lobo al lado de los verdes algarrobos; y una víbora; ese nombre te han puesto.
