Lunes, Octubre 2
▤▤▤
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- OPINIÓN: Una gestión reseteada
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- INMORTALES: Te quiero, de Mario Benedetti
- HISTORIAS DULCES: Me prometió una revista histórica y eran tres páginas de Google
- Miguel Pachas Almeyda
- Sé tú mismo, jamás te compares
A Omarita Alarcón Pereda, mi reina.
Han pasado los años. Ahora vivo en un barrio tranquilo de Trujillo, en una pequeña habitación donde paso mis días de jubilado leyendo, escribiendo y haciendo trabajos editoriales para sobrevivir. Vivo solo, y hasta hace dos semanas, lleno de cachivaches: muebles inútiles, estatuillas de todo tipo, pequeños maceteros con plantas de verdad, cuadros pictóricos, una vajilla desperdigada, y libros y revistas por todos lados. Como estoy viejo, ya no tengo fuerzas para limpiar y ordenar mi solitario refugio.
De esto se aprovechó un ratón, que antes de ser ratón me pareció un fantasma. Digo esto porque días atrás uno de los platos de mi vajilla se movió solo, cayó al piso y se hizo añicos con gran estruendo. Extraño, muy extraño, pensé, recordando el título de una revista dedicada a hechos paranormales. Recién, a eso de las diez de la noche, supe que no se trataba de ningún fantasma, sino de un ratón. No era el ratón Pérez, el que le regala a Omarita un juguete cada vez que a ella se le cae un diente de leche. No. Era un pequeño ratón, de pelambre gris, más veloz que una flecha de cerbatana y más astuto que Hermes, el patrón de los ladrones.
Me hizo la vida imposible. Mientras yo estaba en mi escritorio, el susodicho sonaba por todas partes: debajo de mi cama, por la cocina, en el baño, en el lavabo, en el ropero, en los estantes. Me levantaba en puntillas para sorprenderlo, pero estaba donde no estaba, como la flecha de Zenón de Elea.
Por las noches, la cosa era terrible. Apenas apagaba mi lámpara, el rascuache empezaba su prolongado insomnio. Y comenzaba también el mío. Para sorprenderlo, encendía bruscamente mi lámpara, y entonces lo veía saltar desde el repostero y perderse por entre los vericuetos de la cocina. Me levantaba, cogía un palo de escoba y me ponía a buscarlo. Nada de nada. Era otra vez un fantasma, un mago del silencio, un Houdini Chardini, el rey de las escapatorias. Al amanecer, lo único que encontraba, mirándome en el espejo, era mi rostro demacrado con unas grandes ojeras, del color de mi pequeño enemigo.
Ante “mesejante” situación (así se dice en el reino tallán) me vi obligado a consumir Alprazolán para poder dormir, a separar mi cama de las paredes, según me lo enseñó el google; a deshacerme de libros, revistas y de la pila de cachivaches que atiborraban mi habitación. Con Amélida, mi hermosa cocinera, intercambié mi cocina grande por una de dos hornillas, y a sus hijas les regalé un montón de chuchería acumulada por años en mis libreros. Todo quedó más despejado, pero el de marras continuaba allí, como diciéndome “es inútil, taytay, yo puedo esconderme hasta en el pincho de un cerrojo, ja, ja, ja”. Y encima, desperdigada por todas partes, su menuda bosta, como granitos de arroz negro.
Opté entonces por volver a los hábitos de mamá Genara. Limpiar y ordenar hasta la saciedad. Como se sabe, lo peor que le puede pasar a un ratón es anidar en una ferretería, donde no hay nada de comer. Me propuse, por eso, convertir mi habitación en una ferretería. Para ello, compré un juego completo de táperes. Metí en ellos la vajilla completa, el pan de los desayunos, algunas frutas, las especias y mis útiles de aseo, incluyendo el jabón, porque según supe después, a los ratones, más les gusta el jabón que el queso.
Libre de trastos, y con el consuelo ahora de que el intruso no metería su cochina barbitrompa en mis alimentos, me dispuse a eliminarlo. Por la web me enteré de los muchos y graves daños que podía causar a mi salud. Fui entonces al mercado mayorista, donde me encontré con dos alternativas: contratar a uno de esos sicarios de ratas y pericotes que se promocionan con un letrero que dice “Matamos por encargo” o comprar un raticida. Lo primero era muy caro. El raticida (estricnina granulada) me costó siete soles. Compré dos envoltorios y un paquete de galletas cream cracker.
-Con esto es suficiente- me dijo el vendedor- pone la galleta y encima el veneno con un poquito de mantequilla, santo remedio. Eso sí, tenga cuidado porque este veneno es muy peligroso. Póngase guantes antes de usarlo.
Una vez en mi habitación cometí dos errores. En la parte de afuera, donde mi huésped me ha permitido dejar unas cajas con libros, puse una de las galletas con la esperanza de que el breve tragaldabas saliera a comer y muriera fuera de mis dominios. El otro error fue querer poner otra galleta en la parte más alta del repostero; pero ésta, con veneno y todo, me cayó en la cara. Tuve la falsa sensación de que algo me había caído en la boca. Como soy hipocondríaco, me vi muerto y, sin duda, convertido en suicida para tirios y troyanos. Me lavé con jabón carbólico, me refregué con alcohol de 96 grados y me bañé hasta tres o cuatro veces seguidas.
¿Qué crees, amable lector? Al día siguiente la galleta de afuera estaba lamida, pero no por el pequeño demonio, sino por uno de los gatos de mis vecinos que amaneció más tieso que la dama de Cao. Me hice el desentendido, pero escuché unos susurros que buscaban explicarse la repentina muerte del minino. Felizmente, ni yo ni la cream cracker con estricnina estábamos entre sus posibilidades de explicación. La que cayó del repostero y se quedó a los pies de la cocina, estaba intacta. Ergo: el diente de taladro continuaba conmigo.
Consultada mi huésped, a quien la había sustraído de mi tragedia para evitar que me tome por desaseado, me dijo con una sonrisa ligera:
-No se haga problemas, siempre ocurre en esa habitación. Deje usted esta noche la puerta abierta, y verá que se va solo.
Así lo hice y así ocurrió.
Desde entonces, mi habitación está pulcra. Ya no tengo avíos inútiles y puedo dormir tranquilo. El bendito pericote me ha vuelto a enseñar, como mamá Genara en mis bellos tiempos, que no es bueno vivir atiborrado de trastos o con descuido de la higiene en los alimentos y en los útiles de aseo. Creo que para eso vino él, para darme de nuevo esa lección.
Estoy terminando esta crónica a las dos de la mañana, es una noche serena, a lo Fray Luis de León. En mi habitación sólo escucho el tic tac de mi reloj. No tengo sueño, pero sí muchas ganas de leer. Voy a mi biblioteca y entre todos los libros, extraigo éste, que Omarita dejó olvidado en uno de mis anaqueles: El flautista de Hamelin. Otra vez seré el niño de mamá Genara.