Jorge Martín Remicio Moscol baja de un auto colectivo, se ve sucio y maloliente, lleva puesto una gorra de lana de colores y usa ojotas enormes con medias de futbolistas. Carga una mochila y, de manera lenta, da pasos para tomar un mototaxi que lo llevará a la casa de sus padres en el Jr. Ramón Castilla del puerto de Paita.
La gente imagina de dónde viene Jorge, pero no lo dice. Hay un silencio cómplice entre creyentes y excreyentes. Jorge saluda, cojea, despide a su hijo mayor y se embarca rumbo a la casa de sus padres.
Jorge Remicio lleva treinta años como miembro de la hermandad de peregrinos de Paita-Ayabaca y ha caminado veintidós de ellos con una fe que nadie ha podido quebrantar a pesar de la insistencia. Le han dicho de todo, lo han tratado hasta de loco, pero él sigue creyendo que su vida no hubiese tenido sentido si no obedecía al llamado.
La primera vez que necesitó acercarse al Cautivo, nos dice, fue por él mismo cuando sintió que su vida ya no tenía vuelta atrás en un mundo lleno de excesos. Hoy cuenta sus anécdotas con mirada húmeda. Ha pasado por diferentes penitencias, ha soportado el frío penetrante de Ayabaca que hace doler hasta los huesos, ha pernoctado en carreteras, parques y escuelas, entre devotos que lloran en agradecimiento y otros que, desahuciados, van en busca de una oportunidad que no les puede ofrecer la ciencia.
Jorge está convencido que la fe no se explica, solo se siente y se vive.
Pero lo que hoy siente después de una larga caminata de ocho días, es un dolor de piernas que lo tienen exhausto, además de las marcas en las plantas de sus pies. Las ampollas para Jorge son galardones que, si se pudiera, se lucieran orgullosas.
Según la historia, en el año 1751, el sacerdote español, García Guerrero, quiso dar a su pueblo una imagen del Señor, para lo cual se decidió utilizar un tronco del que había brotado sangre luego de que un labrador le diera un hachazo. Era de un árbol de cedro encontrado en el cerro Zahumerio de Jililí.
Tres hombres vestidos con impecables ponchos blancos de lana llegaron al pueblo de Ayabaca. Trotaban sobre tres briosos caballos albinos. Eran artistas talladores. Y se comprometieron a esculpir la imagen del Señor Cautivo a condición de que el pueblo guardara absoluta reserva sobre su presencia. Nadie, además, debía interrumpirlos durante sus labores, y los alimentos les serían servidos solamente al amanecer. Ningún poblador debía verlos trabajar. Pasó el tiempo y la curiosidad de los ayabaquinos pudo más que su paciencia: querían ver los avances del trabajo de los tres misteriosos caballeros. Los pobladores se acercaron a la casa, llamaron insistentemente y, al no obtener respuesta, creyeron que se habían burlado de ellos. Entonces forzaron la puerta. En el interior no había persona alguna y la comida estaba intacta. Pero ante ellos se alzaba, imponente y majestuosa, la escultura de un Nazareno con las manos cruzadas. Solo entonces intuyeron que los autores eran ángeles vestidos de chalanes que, al concluir la escultura, alzaron vuelo y se perdieron.
Esta historia creció con los años, al igual que la fe y la devoción.
Hoy Jorge es un experto caminante que sueña con peregrinar hasta que Dios lo llame. Y este año para él ha sido muy especial porque, por primera vez, ha peregrinado al lado de su hijo mayor, el mismo hijo por quien pidió y a quien entregó a su fe para que fuera salvado cuando los médicos ya no daban esperanzas. Fue un virus internado en el cerebro que lo mantuvo en cuidados intensivos y con pocas probabilidades de vida, y con apenas un año y ocho meses, Jenso, según la ciencia, estaba destinado a morir dada su condición. Pero Jorge ya había probado lo poderoso que era su Sr. Cautivo de Ayabaca. Ya lo había salvado de las malas juntas y la vida oscura. Era otro Jorge gracias a su fe. Pero esta vez se aferró a su creencia, a su amor y pidió por su Jenso, nombre tan particular que proviene de Jorge Enrique y Socorro, los nombres de sus progenitores. El resultado fue impresionante. Jenso se recuperó contra todo pronóstico y hoy agradece de manera voluntaria, aun cuando su padre le pidiera que no lo hiciera, que suficiente con su penitencia. Sin embargo, Jenso, al igual que muchos peregrinos, ha sentido la mirada penetrante del Sr. Cautivo, una sensación indescriptible que le ha hecho brotar lágrimas y que, según los entendidos, abre el corazón para siempre. “Ya no se es el mismo después de ese encuentro”, dice Jorge, “sin embargo, con el transcurrir de los años, siento que mi Señor ahora ya me sonríe”, vuelve a decir emocionado.
Jorge se ha duchado y se ha echado alcohol en las marcas que le ha dejado la peregrinación. Arden, pero se soportan con orgullo. Levanta las piernas para mejorar la circulación y siente ese desmayo natural del cansancio.
Más de 250 años de tradición del Sr. Cautivo de Ayabaca. Los peregrinos lo llaman de diferente manera: morenito precioso, Taitito Dios. Jorge le dice “mi negrito lindo” cada vez que se refiere a la imagen sagrada y milagrosa que le cambió la vida y que le dio otra oportunidad a su primogénito.
Pero Jorge y su hijo son solo uno de los miles de ejemplos de devoción. Se dice que alrededor de cien mil peregrinos entre creyentes y turistas visitan Ayabaca entre el 12 y el 14 de octubre. Y la fiesta del Sr. Cautivo es la primera concepción religiosa en declararse como símbolo de cultura y patrimonio nacional para el norte del Perú.
Jorge siempre pide vacaciones para octubre y, a veces, hay que hacer cambios de turno con demás compañeros que entienden que su fe es lo que lo mantiene vivo y diferente. Siempre hay una solución para estar presente en la peregrinación. Sus jefes actuales son de otras religiones, pero entienden que hay diferentes maneras de llegar a Dios y lo ayudan para que pueda cumplir con el llamado de su fe. Los años que no ha caminado, ha sido porque no encontró la forma de ausentarse tanto tiempo; sin embargo, llegó hasta Ayabaca en tolvas de camiones porque, sí o sí, se cumple la promesa.
Es que en octubre todas las miradas están puestas en Ayabaca, en el Cristo Lacerado. En Paita, antiguamente, caminaban alrededor de mil ochocientos peregrinos, conocidos como “los de la cabeza blanca”. Así los conocían en la tierra del Sr. Cautivo, por la cabellera canosa de quien comandaba esta peregrinación, don René Vargas, el primer presidente de la hermandad. Eran tantos que la gente formaba un túnel para verlos pasar. Este año han sido alrededor de ciento cincuenta paiteños que han caminado en busca de su Señor. Jorge Remicio nos cuenta que la hermandad con el tiempo ha sufrido deserciones. Varios de los que caminaron alguna vez, se cambiaron de religión y hoy enfrentan a quien lo hace. “Se van porque sienten que el Sr. Cautivo no les cumplió con lo que le pidieron”, dice Jorge Remicio Moscol. “Es que no es cuestión de pedir y esperar sentado, hay que cimentar la fe, trabajarla, pedir convencido que nuestro Señor es milagroso. Hay que dejar que nuestro corazón nos guíe”, agrega sin dudarlo.
Jorge Remicio sintió tocar fondo cuando estuvo preso por algo que no hizo y fue absuelto por los jueces que imparten justicia en este país. Y en la cárcel fue visitado por evangelistas y demás miembros de diferentes religiones. El fiscal había pedido treintaicinco años de cárcel. Pero él se aferró a su fe y a su Sr. Cautivo: fue absuelto y regresó a la peregrinación, esta vez, con una penitencia que se autoimpuso. Jorge nos cuenta que en ese tiempo fue cuando más creció su fe y su devoción. Hoy Jorge sale a la calle sin miedos, y lo hace entregándose en esa fe que le da vida, que siente en cada paso que da y que lo hace vivir sin condiciones.
El Cautivo representa el momento en que, tras ser apresado en Getsemaní, Cristo fue abandonado por sus discípulos. Jesús, de pie, maniatado, refleja en su rostro una profunda desolación. Jorge sintió en carne propia ese dolor y esa soledad cuando fue apresado.
Jorge admira a una de las integrantes de la hermandad, a doña Sofía Quintana de Risco, una de las fundadoras de la hermandad que, hoy a sus setentaidós años, continúa yendo en peregrinación a Ayabaca en Busca de su Señor Cautivo. Doña Sofía es el ejemplo para los demás, para que entiendan que no hay límites que no se puedan romper. “No hay mejor emoción que ser un peregrino en busca del Cautivo de Ayabaca”, dice Jorge Remicio Moscol.
Han pasado treinta años desde que Jorge Remicio Moscol se animó a peregrinar sin que sus padres lo supieran. Había sentido la mirada de la imagen del Señor Cautivo de la iglesia San Francisco de Paita y no podía descifrar el mensaje. Quería comprobar lo que era ser un peregrino en busca del Cautivo. Necesitaba esa experiencia y la sufrió como nunca había imaginado: se escaldó la entrepierna y las axilas, se ampolló ambos pies y sintió que no estaba preparado y que debía renunciar. No obstante, una de las señoras que hoy ya congregan en otra religión, lo ayudó diciéndole que si tenía fe y solo con fe se podía continuar. Despellejado y con una fuerza interna inexplicable, soportó los dolores y pudo concretar la peregrinación.
Con el tiempo, él mismo se ha impuesto una penitencia muy particular: de los ocho días de caminata, solo come tres, los demás los ayuna, eso sí, sin descuidar el agua.
Jorge es un libro de anécdotas. Ha llorado y ha visto llorar a miles de peregrinos que no soportan la mirada del Señor Cautivo. Ha cambiado tanto que hoy no reconoce al muchacho “oveja negra” de la familia, al que hacía llorar a su madre con sus malcriadeces.
Hoy ora solo, con las piernas adoloridas, y lo hace de manera frecuente, hasta en la oficina si siente la necesidad de hacerlo. Ora mucho y agradece. Pide convencido que recibirá. Sabe que en la vida le llegará lo bueno y lo malo porque son lecciones que debe superar. Se ha arrodillado entrando a Ayabaca, se ha destrozado las rodillas en penitencias que él mismo se ha impuesto, y lo ha hecho feliz porque cree que debe hacerlo por su Señor Cautivo de Ayabaca.
Las marcas de la peregrinación pasarán en unos días. Eso es lo de menos después de haber logrado llegar un año más al encuentro del Señor Cautivo. Además, sus compañeras Marlene Portocarrero y Mirella Peña le han enseñado a curarse. “Son treinta años y veintidós peregrinaciones”, piensa Jorge Remicio, mientras observa unos pequeños recuerdos que trajo de Ayabaca y que está preparando para regalar a sus compañeros. Jorge ha superado males en cada caminata. Esa es la verdadera misión, la de pasar, soportar y rezar hasta liberarse. Jorge se siente tranquilo. Compara su pasado con el presente y se imagina un mejor futuro al lado de sus hijos:
“¡Dónde estuviera hoy si no hubiese conocido a mi negrito lindo!”, dice con los ojos vidriosos.