“Me traslado a la calle Junín, cuarta cuadra, detrás de la escuela de primaria ex 12, allí vivía la familia Castillo Chuna. Tres niños nacidos para ser campeones entrenaban desde muy temprano. Si alguien cree que lo de ellos fue suerte o herencia, está muy equivocado. Yo fui testigo del sacrificio, la constancia y, sobre todo, del compromiso que sus padres colocaron sobre sus hombros”
He vuelto a pisar el tatami del Intipa Churin después de treintaicinco años. Se siente uno extraño, pero emocionado de poder volver al pasado. Es otra casa, mucho más elegante y espaciosa, pero sabes que es la misma familia. El judo de Paita para mí fue como el libro que me rescató de la sombra. Doy unos pasos y saludo como me enseñó mi primer maestro. Es lo primero que se aprende, el respeto hacia el otro, algo tan simple, pero que pocos entienden. La foto del fundador Jigorō Kanō me regresa a los años ochenta cuando pensé en primera instancia que era algo así como un santo de los judocas. Hoy lo acompaña la imagen de Toshiro Castillo Chuna, el sensei del Intipa Churin caído hace poco. Dicen que la muerte, para los hombres que enseñan cosas buenas a sus semejantes es el comienzo de la inmortalidad. Pero me queda una duda, quiero preguntar, pero me callo porque soy un extraño para los nuevos habitantes de la casa; son más de treinta años que no visito a “los hijos del sol”. Igual pienso y lo escribo: ¿Por qué este nuevo recinto no tiene la foto de don Tomas Tomosada, el fundador del judo en esta provincia? Es su casa, es su club, es el padre de esta familia llamada Intipa Churin. No sé, lo dejo en el aire, tal vez alguien tenga una respuesta que darme en algún momento.
PUEDE LEER: Tomas Tomosada, el hijo del sol
Una mesa en el centro del tatami muestra los presentes para los judocas que han participado en el último campeonato internacional. Es una ceremonia especial para ellos porque nunca está demás reconocer el esfuerzo y motivar a las personas que estimas. Hay que demostrarles siempre a los deportistas amateurs que son valiosos y nos importan.
La sala está llena de padres orgullosos de sus pequeños hijos que, cual niños, juegan entre ellos y se pierden en su mundo. Se necesitan más maestros comprometidos en la causa para la cantidad de niños que sueñan con este espacio. Los niños, decía la madre Teresa, son como las estrellas: nunca son suficientes. Pienso en la suerte de tener los padres que tengo y las veces que me acompañaron en los momentos deportivos. Es una sensación extraña competir cuando ellos te observan. Pero a mí me llama la atención una señora ya entrada en experiencia, doña Beatriz Huamán, es miembro activo de la asociación de padres que ha organizado el evento. Lee un discurso y no puede evitar emocionarse al hablar del sensei Toshiro Castillo. Una buena madre es madre de todos. Yo tiemblo en mi silla y me traslado a la calle Junín, cuarta cuadra, detrás de la escuela de primaria ex 12, allí vivía la familia Castillo Chuna. Tres niños nacidos para ser campeones entrenaban desde muy temprano. Si alguien cree que lo de ellos fue suerte o herencia, está muy equivocado. Yo fui testigo del sacrificio, la constancia y, sobre todo, del compromiso que sus padres colocaron sobre sus hombros.
Muy cerca de mi silla está sentada la madre de los hermanos Castillo Chuna, doña Gina, y lo escribo con respeto porque bien podría decir mi prima Gina: somos hijos de primos hermanos, la mujer que tiene un lugar en la historia de sus campeones hijos, los maestros herederos de su padre y de don Tomas Tomosada. Evito mirarla, no sé, pero imagino lo que está sintiendo. A doña Gina la vida le ha quitado dos hijos y yo no tengo la fuerza para mirar ni entender qué está pasando por su cabeza. Es Doña Beatriz Huamán que, al terminar su discurso la abraza con fuerza para hacerle entender que su hijo no ha muerto ni morirá jamás.
Doña Beatriz no es madre, sino abuela de uno de los judocas premiados, la abuela soñada de todo nieto. Cuánto extraño a mi abuela. Doña Beatriz y el amor que expresa al estar cerca a sus nietos es lo más cercano que yo tengo para recordar a la mía y las veces que me defendió en la vida.
Se reparten los presentes, uno a uno. Aplausos y reconocimientos a los judocas paiteños integrantes de la selección peruana. La noche es para los jóvenes, qué orgullo para sus padres, qué influencia para los niños. Está Idania Ambulay Paiva, Harummy López Correa, Jorge Luis Suárez Ramírez, Víctor Prado Ramos y Sebastián Benites Jacinto. Jóvenes luchadores que van escribiendo su propia historia a base de esfuerzo y dedicación en lo que les apasiona.
Yo estoy entre los invitados de honor del evento, un favor que me ha hecho mi amigo Paul Morán Pacheco, uno de los organizadores del evento y padre de familia de uno de los miembros del Intipa Churin, su hijo Gonzalo. Yo solo quería volver para recordar cosas, quería pisar otra vez el tatami y lo hice, eso era suficiente; no obstante, los recuerdos de excompañeros, el discurso de doña Beatriz e infinidad de vivencias en uno y otro certamen lo único que consiguieron en mí fue llenarme de sentimientos encontrados.
Mi amigo Paul Morán, un paiteño abogado exitoso, pero que se ha estrenado de maestro de ceremonia para la ocasión, me invita a decir algunas palabras. Yo siento que no soy el indicado para hablarle a los niños, menos a los jóvenes ganadores, y se lo he dicho en más de una oportunidad, pero hay amigos que son tercos e insistentes en animarnos a vivir experiencias. Paul es alegría, complicidad, pero no puedo negarme porque también es seguridad de que vas por un buen camino.
Hablo e intento no quebrarme para que no descubran que un hombre de cara seria y de más de un metro y ochentaiséis centímetros puede ser bastante sensible; me fijo en lo que hizo el judo en mí. ¿Qué puede ser mejor que un consejo dictado por la experiencia? A mis cincuenta años la mundología es el olfato que reconoce al instante los errores. Termino. Hay una rara sensación en el ambiente que no logro descifrar.
Lea También: Kenji Castillo Chuna, el heredero
El sensei Kenji Castillo Chuna me presenta a un jovencito, es el hijo de su hermano Toshiro, le extiendo mi mano y él se asombra del tamaño de la misma. Me mira, se mira la suya y sonríe. Quiero decirle que es mano de basquetbolista, pero me detengo porque he aprendido con los años que los adolescentes son rápidos para las respuestas. Pienso en mi pierna derecha que, cuando practicaba el judo y aprendí mi llave favorita, la tenía mucho más grande y fuerte que la izquierda. Yo era un deforme cuando me veía desnudo en el espejo de mi casa.
La ceremonia va llegando a su fin, no mejor escogido el final que subiendo la temperatura con la participación de un artista de aquellos, Antony Sandoval, “El charrito de oro”, un paiteño que se codeó con el mismísimo Polo Campos y que canta como los grandes. La audiencia se relaja y exige que vuelva a cantar, y otra vez se lo piden. Se acaban de declarar el club de fans. Es que Antony es un talento que ya quisiéramos tener en una fiesta familiar. Tiene la capacidad de atrapar a la concurrencia.
PUBLICIDAD
Me despido no sin antes agradecer la invitación y el recibimiento tan caluroso. Ha habido un compartir, pero ha llegado el momento de partir otra vez.
Salgo del local y me encuentro con la luna que ha decidido brillar más que nunca. Avanzo por la calle rumbo a la casa de mi madre, en la urbanización Isabel Barreto de Paita, y siento que la famosa luna me acompaña, me persigue, que quiere decirme algo, como cuando era un niño. La noche está fría, pero no la siento. Miro hacia abajo porque creo sentir suelto uno de mis zapatos: olvidé de amarrarme un pasador cuando salí del tatami. En la esquina, una pareja se abraza románticamente. La mujer está a punto de dar a luz. Pienso. ¿Acaso llegará un nuevo miembro del Intipa Churin?