Fuimos una generación diferente
Por Manuel Landa Torres
Quienes nacimos en los años 1955 o 1956, solo teníamos dos alternativas para estudiar la primaria: las escuelas 11 y 33. La primera, funcionaba frente al mercado modelo y era dirigida por el profesor Castaños, y luego por el profesor Antón. La 33, estaba ubicada en La Punta, en la penúltima cuadra de la calle Los Cárcamo, y estuvo conducida por muchos años por el profesor Varhen. En este plantel cursé mis estudios primarios. Terminada la primaria, todos pasábamos al único colegio de varones existente en ese entonces en Paita, el glorioso Colegio Nacional San Francisco, el alma mater de varias generaciones de paiteños.
En 1968 inicié mis estudios de secundaria. Los primeros meses fueron un poco tensos, porque todavía se llegaba con esa “rivalidad” de nuestra escuela de procedencia. Los de la 11 llegaron con su “gallito de pelea”, el recordado Toño Fiestas, que a todos los de la 33 les buscaba pleito. En este primer año nos encontramos con el querido profesor de Música, don José Martínez Távara, de grata recordación para todo el que se precia de ser paiteño y sanfranciscano. Era un zambito quimboso y criollazo, que usaba con frecuencia sus ajos y cebollas. Tenía un método muy peculiar de empezar su primer día de clases, comenzaba preguntándonos por la familia, pues a todos conocía. “Cómo está tu papá”, “qué es de tu hermano mayor que también fue mi alumno”; y, acto seguido, nos recitaba el primer verso del himno nacional: “Somos libre seámoslo siempre…”, y el alumno tenía que continuar: “…y antes niegue sus luces el sol”, y así proseguir con la letra… Casi todo el mundo caía en esta prueba ya que nadie estaba prevenido para estas preguntas, y además, porque solo cantamos el himno mas no lo recitamos. El primero que falló en este pequeño examen fue nuestro condiscípulo José Macalupú Cobeñas, conocido cariñosamente como “Mácalo”, fallecido hace dos a tres años. El profe Martínez, para amenizar su clase, ordenó “callejón oscuro”, como castigo. Todos nos pusimos en dos filas, y por el centro empezó a correr el castigado recibiendo manazos en la espalda, pero cuando estaba por llegar a la meta, Toño Fiestas le puso una zancadilla, y el pobre Mácalo fue a dar con toda su humanidad en la pared, y se puso a llorar. Don José Martínez, asustado y para arreglar el asunto, le dijo: “ya hijito, no llores, te voy a poner veinte” y, dirigiéndose a Toño le recriminó diciéndole: “y a ti, tosco de mierda, te voy a poner cero”; y con eso terminó el incidente. Recién entrábamos a la adolescencia, entre doce y trece años de edad.
Al finalizar el año y en los posteriores, nos fuimos agrupando, ya no por la escuela de procedencia, sino por el barrio donde vivíamos. Así, todos los de La Punta formamos un solo grupo, y es más, nos sentábamos en una sola fila de carpetas, siendo la privilegiada, la que se ubicaba junto a las ventanas del salón que daban a la calle, lo que nos permitía mirar el mercado modelo todo el tiempo, y a la gente que entraba y salía. Así fue del segundo al quinto, al principio corríamos para ganar tales carpetas, pero luego, por tradición, los otros compañeros nos dejaban ubicarnos en ese lugar del aula.
Éramos: mi primo Javier Vásquez, Fernando Ibáñez, Enrique “pipo” García, Lucho Vargas, Rubén Colonna, Yilman Ipanaqué, Pablo “Colán” Rodríguez, Robespierre Chanavá, Fredy “Tony” Gómez y el que escribe.
El encargado de las palomilladas era Rubén, los estudiosos: Yilman, Chanavá, Colán y Tony, el filósofo era Fernando Ibáñez que se enfrascaba en unas encendidas polémicas con Zevallos, otro compañero de estudios; y Javier y Pipo, eran los especialistas en ponerle las chapas a todo el mundo.
En las horas de salida, en un solo grupo nos dirigíamos a nuestros domicilios, caminando, porque en ese tiempo no habían mototaxis, y ocupábamos todo el ancho de la calle riéndonos de las bromas que nos hacíamos. El primero en quedarse era Javier, que vivía en la segunda cuadra de la calle Bolívar, y así sucesivamente, hasta que al final, nos quedábamos Pablo Rodríguez y yo, que vivíamos en la calle Espinar.
En ese tiempo, en la calle Bolívar vivía Maruja Alarcón, una señorita madura, soltera y muy guapa; resulta que alguien comentó que a dicha persona “le gustaban los hombres de pelo en pecho”; así que cuando pasábamos por la casa de esa señorita y la veíamos en su puerta, nos percatamos que Rubén disimuladamente se abría los dos primeros ojales de la camisa del uniforme, para mostrar muy orondo los dos o tres primeros vellos que le estaban saliendo en el pecho. Pipo y Javier se dieron cuenta, todos nos matamos de la risa, y empezó la jodedera con Rubén, que hasta ahora lo recuerda, teníamos quince años, más o menos, la edad de los amores platónicos.
Por las noches salíamos con el pretexto de ir a la biblioteca municipal, pero era para volver a encontrarnos y seguir con las conversaciones. Otros de nuestros pasatiempos era ir al cine los sábados y domingos, luego nos sentábamos en la plaza de armas, y durante todo el mes de setiembre y la primera semana de octubre, que duraba la feria de Mercedes, nos sentábamos en los muros que en ese tiempo formaban el malecón Jorge Chávez (no había bancas, como hoy) para escuchar la música que ponían en las rockolas de los restaurantes que se instalaban, entre otros, “El chepenano”, “El rico tico”, escuchando la música de Santana, Los Golpes, Los Iracundos, Los Galos, que estaban de moda. Éramos un grupo como no hay otro: unidos siempre.
Terminamos la secundaria en el año 1972, nuestra promoción se llamó “Juan Pablo Vizcardo y Guzmán”, siendo nuestro asesor el desaparecido Róger Rosado Seminario, cariñosamente llamado “El flaco”. Contamos con buenos profesores, como don Jorge Isla (también fallecido), Ruperto Arca, Antonio Carrión, Llanos, Gordillo Piminchumo, la profesora Cosme, que se caracterizó por su rectitud, el profe Landa, Marzio de Spíritu, un italiano que nos enseñaba Religión, Albán, Maticorena, y muchos otros, que nos inculcaron el sentido de la responsabilidad y del estudio.
Fuimos un grupo muy compacto, con una amistad transparente y sincera. Al finalizar la secundaria cada uno tomó su rumbo para estudiar y/o trabajar, y nunca más nos volvimos a juntar. Javier Vásquez radica en Estados Unidos, Fernando Ibáñez en Lima, Pablo Rodríguez en El Callao, yo me vine a seguir mis estudios superiores a Trujillo, terminé mi carrera y me quedé trabajando; formé mi familia, laboré por espacio de 33 años en la Corte Superior y me jubilé; los demás amigos se quedaron en Paita. Solo mantengo contacto con Pipo, a quien lo visito cada vez que viajo a Paita, y con mi primo Javier, por teléfono. Hoy superamos largamente los sesenta años, casados algunos y con nietos. Hace años que no veo a varios de ellos, como Pablo Rodríguez, Lucho Vargas, Fernando Ibáñez; pero si algún día leen esto, evocarán con cariño esta etapa hermosa de nuestras vidas, en la que no hubo computadoras, internet, tablet, celulares, ni televisión a colores, pero sí una buena formación por parte de nuestros padres y profesores.
Somos la generación que creció con la revolución de Juan Velasco, que derrocó a Fernando Belaúnde en 1969, escuchando el “Chino, contigo hasta la muerte”, que era el slogan de lealtad al general piurano que se pregonaba en esa época, y adoctrinados por la gente de Sinamos, un ente gubernamental con presencia en todas las organizaciones, que visitaba los planteles de secundaria para dar a conocer “los logros de la revolución”.
En 1972 culminé mi educación secundaria en el Colegio San Francisco. Ese año ocurrió un hecho que ha marcado a toda mi generación y ha quedado en la mente de buena parte de los pobladores de Paita: la primera gran marcha de estudiantes de secundaria por las calles de la ciudad, protestando por la desidia de las autoridades edilicias, para la solución de problemas álgidos que afrontaba nuestra ciudad, como la falta de obras, el caos en el tránsito y otros. En ese tiempo las calles no estaban señalizadas y los vehículos circulaban en el sentido que querían, situación que, a nuestros escasos dieciséis a diecisiete años, consideramos que requerían de una pronta solución.
Fue un movimiento que se gestó en un espacio del horario que se denominaba “la hora de estudio”, y en los recreos, y fue así como se maduró la idea de salir a las calles y hacer sentir nuestra voz de protesta. Por nuestro salón los más entusiastas: Fernando Ibáñez, Pocho Herrera Rambla, Alember Benites, Rubén Colonna, Pipo García, entre otros, coordinaron con los compañeros de la otra sección, entre los que se encontraban Juan Manuel Mendoza, Fredy Rospigliosi, Víctor Yamunaqué, Rodolfo Reyes, buscándose también el apoyo de los demás grados, especialmente tercero y cuarto. Las reuniones continuaron casi clandestinas, y un día de octubre, con la consigna de “ahora o nunca”, se acordó que la marcha tenía que ser ese mismo día, a la hora de ingreso de la tarde, antes de la llegada de los profesores. Se ensayaron algunos slogans. El mellizo Luis Eleno Vargas se encargó de hacer en unas cartulinas algunas pintas, y se quedó que el santo y seña iba a ser el tocado insistente de la campana, que iba a estar a cargo de Pipo García.
Llegado el momento, Pipo, acompañado de Rospigliosi, se deslizó sigiloso hasta las escaleras haciendo sonar la campana, y, en cuestión de minutos, todos los alumnos nos encontrábamos en el patio, tomando luego la calle ante la sorpresa de los empleados de servicio, “Tequila” Silva y “El brujo” Ávila, que corrieron a cerrar las puertas. Nos dirigimos al Colegio Las Mercedes, cuyo personal alertado de nuestra llegada, había cerrado de inmediato sus puertas de acceso. Y, a pesar de que Fernando Ibáñez subió a las paredes para arengar a las compañeras exigiéndoles nos acompañaran, no se obtuvo una respuesta positiva; allí faltó una mayor coordinación previa con ellas.
La marcha continuó por todo Paita, un poco desordenada es cierto, pero con mucho entusiasmo. La gente salió a sus puertas, la mayoría de la población nos apoyó, pues era algo que nunca antes se había visto, y culminó exitosamente como a las seis de la tarde en el atrio de la iglesia San Francisco, donde hicieron uso de la palabra varios compañeros. Fuimos recibidos por el alcalde de ese entonces, don César Ginocchio, quien nos convocó a una reunión en el coliseo municipal. (Nosotros la llamamos eufemísticamente “cabildo abierto”) Se acordó la formación de un Consejo Escolar que una vez al mes “dirigiría los destinos de la ciudad”. No sé si fue la mejor solución o pura demagogia, pero lo cierto es que posteriormente en otros lugares se implementaron los famosos Municipios Escolares.
Tal vez se adoleció de falta de respuesta y de convocatoria, sin embargo, debe ser recordado como una muestra de rebeldía por parte de los jóvenes paiteños quienes no tuvimos otra alternativa para hacernos escuchar que salir a las calles a protestar. Si no me equivoco, no se ha vuelto a repetir otro acto similar como el de mi generación en este puerto norteño.
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