La parte alta del puerto de Paita tiene una doble vía comercial donde todos, por una u otra razón, siempre acudimos en busca de lo que necesitamos. Dicen que cada negocio existe porque alguien tomó una vez una decisión valiente, pero, en ese lugar, la valentía se confunde con el desorden que, a diario, desayuna con la exageración y almuerza con la escandalera de la segunda hora punta del día.
Es común escenas de mototaxistas exigiéndote que te subas a su negocio, además de rosarte con “encantadores de serpientes” que tratan de meterte por los ojos el producto. Es un desbarajuste constante el lugar, siempre en confusión, síntoma que algo se ha salido de control, como el motorizado de la policía y los enchalecados de la municipalidad que husmean a los indocumentados para ¡quién sabe qué! porque nunca cambia la escena.
En ese ambiente hoy podemos encontrar todos los días a “florito” López que, por la crisis sanitaria, vive enfundado en una busola deportiva, protegido con una gorra “cachemera” y detrás de enormes lentes oscuros que bien podría ser confundido con un soldador en faenas. Pero basta con un ligero movimiento para reconocerlo desde la otra vereda. Ese movimiento que hoy usa para salpicarse del frío y la rigidez es igual al que hacía para mantenerse caliente dentro de una cancha deportiva: inconfundible.
Florito tiene un puesto pequeño de venta de periódicos, a las afueras del lugar de abastos, y solo le basta trabajar hasta el mediodía porque la fama le ayuda. Sus clientes no son clientes sino hinchas que visitan a diario a su ídolo deportivo; es que florito no vende sino atiende. A veces creo que comprar el diario de la mañana para muchos es un simple pretexto para saludar al amigo, al ídolo, al maestro. “Aquí la vaina sale como pan caliente, mi cholo lindo”, me dice.
Florito nació en Paita, en agosto de 1954, dos meses después de la inauguración del mundial de Fútbol Suiza 1954. “El fútbol me viene de nacimiento, cholo lindo”, me dice mientras atiende. Mantener un vínculo especial con la pelota no es de muchos. Yo, por ejemplo, nací negado para esta fiesta del pueblo. Y no es un secreto que este deporte es la actividad más influyente, donde cualquier cancha y cualquier calle puede convertirse en un templo sagrado en cuestión de segundos.
Florito nació como pelotero en la calle el zanjón, a los diez años, jugando con chicos mayores que él. “Son recuerdos y compañeros que perduran”, me dice, “imposible olvidar los primeros dribles con ellos: Fidel Palacios, Sigifredo López, Jaime Rosillo, Gilber Morales, Eusebio López y más, muchos más niños que encontramos la felicidad corriendo detrás de una pelota”.
Conocí a Florito López en un verano a finales de los años ochenta, bordeando los treintaicinco años, aproximadamente, cuando asistí al desaparecido festival de fulbito paiteño, organizado por el Rotarac Club de Paita. No había veraneante que se perdiera las noches de barras bravas, lisura y bastante arte callejero. Las tribunas rebosaban tanto que, cuando alguien metía un gol y la gente saltaba para desfogar, ya no cabíamos después de la euforia. Allí conocí su particular manera de trotar, pisar y trasmitir en la cancha. “Qué bestia ese tío”, me dije la primera vez que lo vi. Cómo escondía y tocaba la pelota y cómo brillaba entre jóvenes dentro de ese pequeño rectángulo. Es que su calva hacía creer que se trataba de un anciano, un abuelito, un tío que bien podía el rival tenerle consideración y cuidado extremo. Pero había sido popular ese calvo y todo el coliseo estaba feliz de volverlo a ver en un campeonato. Yo, sin conocer su trayectoria, ese mismo día celebré sus goles y me hice su hincha.
No es un secreto que la vida de los futbolistas amateurs es incierta, pero cuando son queridos y admirados la popularidad es eterna; muchas veces con un nivel de idolatría de artista; a veces odiados, pero casi siempre amados. La gente que deja un buen recuerdo en nosotros es imposible olvidarlos.
Florito López soñó en su adolescencia ser el futuro “perico” León del fútbol peruano. “Pero en Paita fui hincha del negro Juan el zancudo Acaro”, me dice.
Mientras la gente va y viene y la ruma de periódicos disminuye en la mesa de madera, florito se sienta en un banco. “Maestro”, “cholo lindo”, “viejo”, la gente le compra y lo acaricia con un saludo de hermano y él asiente, corresponde, avanza con su chamba y agradece. Florito es como esos periódicos, pienso: es noticia, se aprende repasándolo y su interior habla de sí mismo.
Como todo porteño, se estrenó en el Hermanos Cárcamo (antes, “Estadio Municipal de Paita”), en el Independiente. “Un equipito de la parte de los canchones”, me dice; pero fue con el Club San Martín de Porres, a los 22 años de edad, que conoció lo que era tocar el cielo. “Fuimos campeones departamentales, cholito lindo. ¿Sabes lo que es eso?”
“No es un tanque, tampoco un gigante, pero se movía como centro delantero y hacía goles como canastero este viejito”, interviene uno de los compradores, sonriendo, sin que nadie le pregunte, pero muy atento a la conversación. “Era mi chamba, cholo lindo”, me dice, “si un delantero no marca no sirve para el equipo por más que haya jugado bien ese día”.
Voy al grano: ¿Cuál ha sido el gol que más recuerdas, florito?, ¿Y el equipo que más te marcó?, ¿y el dirigente que mejor te trató? No duda, sonríe y me cuenta, orgulloso: “Jugando contra el Sporting Cristal ha sido el gol que no sale de mi cabeza, y a mi arquero favorito, al gran Raúl Lozano. Meterle un gol a Lozano era un lujo que pocos tuvimos, cholo lindo. ¡Ah!, pero nada como haber sido del Atlético Grau, un equipo mayor que me dio muchas satisfacciones. ¿Qué dirigente? Pues mis respetos para don Genaro Chunga; más que un dirigente, es un señor, un amigo, un padre. Más dirigentes como él y no nos para nadie, sobrino”.
Su primer entrenador, a quien recuerda con mucho cariño, fue el profesor Feola Benites. El primer entrenador es fundamental para todo niño que sueña con ser grande. El rey pelé dijo que el éxito no era un accidente sino un trabajo duro. Y florito López soñó con ser grande, con ser profesional. “Me faltó oportunidades, cholo lindo”, me dice pensando, y agrega: “Ahora las hay y no sé por qué los chicos no las aprovechan”.
Pero florito no siempre fue vendedor de periódicos. Como muchos de nosotros los porteños, laboró en el sector pesquero en sus mejores épocas, así como en el ex terminal marítimo de ENAPU. Así es la vida para el que arriesgó todo en los setenta y ochenta en el deporte: la escasez, la modernidad y la falta de preparación nos relegaron de la buena vida.
Florito tuvo cuatro hijos y ninguno de ellos se inclinó por el fútbol. “Qué suerte por ellos”, pienso, “no saben lo duro que es que la gente te obligue a heredar el talento de tu padre.
Sus goles hicieron saltar a los hinchas del independiente y del municipal de la punta, así como del San Martín de Porres, del famoso FRIPSA y a los piuranos del Atlético Grau jugando la Copa Perú.
Lo encaro: ¿Fuiste entrenador?, ¿dirigiste un equipo?, ¿lograste algo enseñando? Trato de entender hasta dónde ha llegado su compromiso y pasión por el fútbol. No siempre los mejores deportistas pueden trasmitir sus conocimientos.
“Cholo lindo”, me dice, “son varios equipos y muchos alumnos que he tenido; pero fue con el Bolognesi que llegamos a jugar la departamental. Sí, claro que he enseñado”.
Pero florito es consciente del paso del tiempo, de su tiempo, y, aunque a veces se sienta que ha sido un instante, ha vivido haciendo lo que le gusta: ser el actor principal, meter goles y ser feliz esos instantes. Nunca ha pensado qué hubiese sido de él en otro deporte, nunca ha dudado de su vocación y menos ha dejado de sentir cada gol. Para él todos han sido importantes, cada anotación ha sido producto de la constancia y del amor que le puso a su vano oficio: “Es una emoción indescifrable”.
La vida es un viaje tan corto y florito lo sabe, y por eso añora su época de estudiante. Los golpes le han enseñado que de pasiones se vive, se goza, pero no se come.
Con los años, le da igual disfrutar de un partido en el estadio o en la televisión, sin embargo, espera con ansias se acabe la emergencia para poder volver a la plataforma de la playa El Toril, su hábitat, donde siempre regresa para sentir que la felicidad es cuestión de pequeñas cosas como vestirse de corto y acariciar una pelota. “Desde el 31 de enero de este año no piso esa cancha, cholo lindo, ya el cuerpo me exige”.
Einstein dijo que la vida es una especie de bicicleta, que si se quería mantener el equilibrio había que pedalear hacia adelante. El buen floro lo sabe y no se hace paltas con lo que le toca en la vida. Allí lo dejo, entre hinchas y amigos que no leen el diario que compran, pero que repasan a diario las hazañas de antaño en una repetitiva conversa. Uno de sus goles puede ser un gran motivo para reinventarse.
Larga vida al grande florito López de Paita, el amigo, el goleador, el maestro.