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    Mayo 1, 202211 Mins Read

    En La Boya

    Ricardo Espinoza RumichePor Ricardo Espinoza Rumiche

    “Un hombre es pobre no ya cuando carece de todo, sino cuando no trabaja.”…

     Montesquie

     

     Aquel día, Gustavo R. se levantó muy temprano, pensando si debía tomar otro camino o continuar en la espera. Se preparó un café caliente; desde hacía mucho tiempo esa bebida le parecía horrible. En la mesa, una pequeña taza vacía y un par de bizcochos le recordaban su angustia. Escuchó un pequeño ruido en su habitación: era Marcia, que había despertado; pero sabía que no se levantaría hasta que él saliera de la casa. No le perdonaba la falta de trabajo. Gustavo R. hizo cuentas. Eran tres semanas y tres días que seguía esperando esa repuesta esperanzadora. Sentía que lo peor era, precisamente, que sólo tenía esa esperanza que no se concretaba.

             Salió de su casa totalmente desorientado, a tal punto que, caminando, parecía buscar una nube entre sus pasos. Los tiempos duros se prolongaban más de lo esperado. Pensó en visitar algunos amigos y pedirles dinero prestado o que lo avalasen en alguna entidad financiera. No obstante, intuía que nadie le alargaría una mano. La semana anterior su vida había sido distinta: igual no tenía trabajo, pero cada día era peor; hasta el desayuno había sido diferente: Había bebido de esa agua teñida, como había empezado a llamar al café de las mañanas, y cuando pensó en coger un bizcocho, una imagen tierna de sus hijos le hizo pensar que nadie vivía del viento, entonces decidió dejarlo y cerrar la bolsa. Fue un acto de misericordia superficial porque igual Marcia le hubiera ordenado que lo hiciera. Miró el reloj antiguo que colgaba de la pared y que era la herencia de sus padres, bastante conservado, de madera fuerte como toda antigüedad, que parecía marcar el tiempo más lento que de costumbre, mediante un péndulo que le recordaba las épocas doradas de su niñez, aquellas edades donde las crisis económicas pasan inadvertidas, y donde las horas, en ese mismo reloj, le parecían imperecederas.

              —Deberías pensar en otro tipo de trabajo —dijo Marcia, apareciendo repentinamente, mientras recogía la taza que había contenido el café—. Esperando sentado no se hace patria, hay varios caminos por donde buscar una oportunidad; sentado en esa boya con esa cantidad de hombres buscando estar en la lista de la mañana no encontrarás nada. Actúa, Gustavo.

              Haciéndosele costumbre con el tiempo de convivencia, no le contestó nada, y se levantó de la mesa para entrar al baño: cepilló su dentadura y sus cabellos. El reflejo del espejo le recordó que los años no pasan sin dejar marcas, y pensó en los días que llevaba desocupado y esperando ver su nombre en la lista de los escogidos. Salió. Cogió su cartera llena de aire y de documentos personales. La revisó. Una foto de Marcia en tiempos de solteros le recordó la promesa que le hiciera ocho años atrás entre abrazos y juramentos calientes: “juro que si tengo que vender piedras para que nada te falte, lo haré”. Ese juramento les había hecho mucha gracia en primera instancia, pero en su estado actual le impacientaba; aunque, si no pensaba en ello quedaba guardado como una metáfora más en la vida.

    2

              Salió de su casa en busca de otra vida mejor que la suya, pero sólo encontraba peores…, pues, en la calle un hombre llevaba consigo una bolsa enorme en sus hombros, su vestimenta era precaria, y de un tacho de basura sacaba una botella de plástico y un pedazo de cartón. Se sintió menos miserable observando a ese pordiosero. Caminó algunas cuadras y su teléfono sonó: era su primo hermano Jacinto R.:

              —Nuestro tío Gonzalo necesita cuatro tripulantes, ya encontré a dos en el parque, y si aceptas la propuesta nos iremos los cuatro —dijo la voz.

              —¿El tío Gonzalo?

              —Sí, ha sido un golpe de suerte para esa agencia. Nosotros ya dejamos los documentos, si puedes pasas por el malecón para que veas la maravilla en la que nos embarcaremos, te sorprenderás, ancló al amanecer y es la nave más hermosa que jamás han visto tus sueños.

              Y en serio parecía un crucero, pensó Gustavo R. mientras la observaba después de algunos minutos: Tenía cuatro pisos aquella nave de ensueño, de color blanco como la nieve, impactante como un hotel de cinco estrellas; la cubierta era de color azul eléctrico. En estribor y en babor, dos pequeñas lanchas con motores fuera de borda captaban las miradas de los transeúntes; y en el centro de aquella nave se imponía una pluma sosteniendo una pequeña cabina donde se ubicaba a comodidad el mirador de cardúmenes; además de un helicóptero pequeño con capacidad para dos personas: era el “Albacora 12”, un tuna clíper con bandera española y tripulación combinada entre ecuatorianos y centroamericanos; sólo el capitán era catalán. Muy cerca de la nave europea, dos embarcaciones lo escoltaban, mucho más pequeñas, sin brillo, con el boliche colgando y sin fueras de borda en sus laterales. Pasaban desapercibidas y opacas, como pasaría un pobre en una madrugada desértica.

              Antes de llegar a la agencia, recordó que no tenía consigo sus documentos: debía de llegar con el pasaporte y la libreta de embarque, si no, para qué… El inconveniente era que sus documentos estaban en otra agencia, y que si los retiraba perdería opciones de embarcarse en aquel lugar para siempre. En toda su vida solía escoger la primera opción. “Tal vez por eso me ha ido tan mal estos últimos meses”, pensó.

              A paso largo, Gustavo R. llegó hasta la boya, que no era otra cosa que la entrada a la agencia naviera, donde decenas de personas esperaban el llamado del día, en una lista que se colgaba a diario en las primeras horas de la mañana. Varias personas llevaban semanas esperando subir a una nave cualquiera. Y, sentados en las veredas, formaban diferentes grupos pequeños; unos contaban experiencias en temporadas anteriores; otros escuchaban, embelesados, interminables anécdotas vividas entre el cielo y el mar del pacífico y del atlántico. Gustavo R. recordó que, de cuando en cuando, les había contado que, si no lo nombraban en la lista, en pocas semanas necesitaría de un lugar y una nueva familia. Ingresó a la oficina principal. Pidió sus documentos, pero un hombre de baja estatura le dijo que ya estaba la lista del día, que no podía entregarle sus documentos y que dentro de veinticuatro horas se embarcaría en el “cielo azul”, un atunero que ya estaba fondeado en la bahía. Para otro muchacho hubiese sido una noticia de algarabía, para el mismo Gustavo R. horas antes también. Sin embargo, recordó los barquitos que había observado minutos antes flanqueando el “Albacora 12”, y los comparó con la oportunidad que le ofrecía su primo Jacinto R. y su tío Gonzalo. “Ni loco”, pensó. “No hay comparación”. Insistió:

              —¿Ya viste cuántos muchachos desean tu suerte? Bueno, si esa es tu decisión qué voy a hacer, aunque me parece una locura lo que haces; además, me vas a hacer trabajar el doble, ya tenía la lista para hoy. Tu nombre está en la primera ubicación.

              No le hizo caso. Retiró sus documentos y regresó a la agencia del tío.

    3

              —¿Ya viste la nave? —dijo Jacinto R.

              —Es hermosa —dijo uno de los amigos.

               —¿Hermosa? ¿Nada más? ¡Para mí es un sueño! –dijo Gustavo R.—. Mínimo es de mil ochocientas toneladas; y si las multiplicas por el precio por tonelada y por quince días de navegación, estamos en el cielo y premiados —añadió. Estaba sacando cuentas de cuánto más o menos ganarían en un viaje. Se sorprendió de cómo la ansiedad puede resolver la matemática.

              —Mis queridos sobrinos, qué gusto me da verlos –dijo el tío Gonzalo mientras salía de una de las oficinas. Se veía más alto, vestía elegante y se había dejado crecer los bigotes anchos. Usaba una camisa mangas largas, blanca, y pantalones color tierra. Sus zapatos marrones brillaban y rechinaban muy seguros cuando caminaba. Abrazó a Jacinto R., luego a Gustavo R., luego les estiró la mano a los otros muchachos. —. Mucho gusto —les dijo, y habló:

              —Tenemos un pequeño problemita, me lo acaba de comunicar el capitán –todos se miraron. Gustavo R. sintió que su estómago se reducía-. Nada grave, hombres, cambien esas caras —les dijo sonriendo—. Ya ordené que les hagan los embarques. Por la tarde iremos a migraciones para que les sellen los pasaportes. Hoy por la noche saldrán a faenas.

              —¿Nos vamos hoy mismo? —preguntó Gustavo R. Sus ojos brillaban de felicidad, como la luna reverberando en el mar.

              —Ese es el problemita, sobrino, que sólo necesitan a tres tripulantes y ustedes son cuatro —y miró a los dos amigos. Ellos se miraron entre sí: parecían querer jugar al yan ken po—; pero ahorita lo solucionamos

              —Ya están los tres…, señor —interrumpió la secretaria—, hace unos minutos regresaron los documentos con el embarque regularizado.

              Todos voltearon a mirar a Gustavo R., el tío también, y de manera extrañada porque recién se enteraba de la rapidez de su secretaria. Gustavo apretó sus documentos entre sus manos. Sintió un temblor.

              —Pero sobrino, levante esos ánimos —le dijo el tío Gonzalo—; en unas semanas es probable que arribe el “Albacora 13”, considérate en la lista. La familia siempre tendrá la prioridad.

              Gustavo R. agradeció el gesto. “La familia tiene prioridad, sí, cómo no”, pensó. La respiración ya no era buena en esa oficina. Se despidió de sus compañeros, les deseó toda la suerte del mundo, aunque de verdad, deseaba que el albacora se hundiese con ellos, con el tío y, sobre todo, con la secretaria; y se retiró de la agencia.

    4

              Caminó por el malecón; se sintió desorientado, como un sordomudo o como un ciego sin práctica. Entró a la playa y arrastró los pies en la arena, como viviendo en otra atmósfera, y veía las gaviotas que, alzando vuelo y en picada, pescaban sus alimentos libremente. Por unos segundos deseó con toda su alma ser un ave e ir en busca de sus necesidades. El viento golpeaba la playa formando pequeñas cortinas de arena. Las palmeras se meneaban felices de su libertad. Y, el “Albacora 12”, imponente, se movía al ritmo de las sutiles olas de la bahía. Gustavo R. parecía esperar que una resaca lo sacara de sus pensamientos y lo desapareciera de la orilla. Pero recordó a sus hijos al ver a un niño lanzando piedras al mar. Recogió una de ellas, era una piedra blanca con una marca negra, como la mancha que sentía tener trabada en el corazón, y, antes de lanzarla, recordó el juramento que le hiciera a Marcia en la época de novios, y se quedó pensando…

              Muy cerca de allí, en dos calles paralelas, una lista era pegada en la pared de una agencia naviera: los nombrados de la mañana saltaban de alegría en la boya.

    Autor

    • Ricardo Espinoza Rumiche

      Nació en Paita, en la cima de un cerro. Ha estudiado en la ex 33 donde iban los más papacitos de su época y en el Colegio San Francisco, porque no había otro. Fue judoca porque quería vengarse del muchacho que le ganaba a su hermano y también basquetbolista, porque nunca aprendió a patear la redonda. Tiene estudios superiores técnicos, pero se le extravió el cartón que lo certifica. Ha sido, entre otras cosas, pescador, camarero, estibador, mototaxista, agente de aduana, pero nunca pasador de franela. Tiene dos novelas publicadas y dos a media caña que no quiere terminar porque no saca ni para el té filtrante con su literatura. Se considera un autodidacta y un “mil oficios”. En el año 2020 publica el primer número de la revista Barlovento, pero el virus y sus amigos que nunca le compran lo obligaron a desistir de una segunda edición. En el 2021 crea este espacio virtual e intenta mostrar un espacio para todo paiteño que desee escribir. Pero nadie desea escribir y casi siempre lo mandan a bañarse. Actualmente prefiere releer sus textos inéditos antes que leer propuestas monses de candidatos monses. Es chancletero por obra divina y sueña con ser abuelo de tres lindas niñas.

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