Gonzalo Higueras Cortés
Existen libros que son experiencias vitales, universos creados entre páginas, mecanismos internos con grandes descubrimientos. Marcel Proust fue un auténtico genio de la literatura. A través de su pluma, se puede sentir aquel tiempo que se detiene, donde se exploraran emociones fantásticas, se siente lo primario de la conciencia y lo importante de la vida que discurre en instantes.
Hace más de cien años presentó el primer volumen de su obra “En busca del tiempo perdido”. Una novela que consta de tres mil páginas, un reto difícil para cualquier lector; sin embargo, su obra es algo más que una novela, es un reflejo de la realidad humana a través de la observación escrupulosa del comportamiento humano. Es cierto lo que muchos critican sobre su estilo: la atención sobre el detalle obsesivo, la minuciosidad, las descripciones interminables y su memoria sutil.
Cuando descubrí a Proust, me acostumbré a acompañarlo como si fuera un viejo amigo, con aquellas descripciones interminables, que bien parecen ser como si el tiempo pudiera recuperar el silencio que van despojando sus palabras; los recuerdos interminables de Combray, donde busca un no sé qué oculto entre sueños perdidos, deshaciendo sílabas de luz esperando las palabras de la madrugada.
Siempre he creído que: “Escribir una novela o contar un cuento, es recrear lo que le falta a la vida”. Quizá resulte vano aquel pensamiento, pero es real aquel invento de la razón, de la voluntad de plasmar la realidad, de la tradición decimonónica de que el escritor es heredero, empecinado en retratar comportamientos sin dejar nada a la imaginación, como Proust, pródigo de la inventiva memorística que nos revela conductas que pueden ser universales.
La extensión de una obra como “En busca del tiempo perdido”, nos lleva a introducirnos en toda su distensión. “Por el camino de Swann”, recuerda su infancia y el descubrimiento del mundo aristocrático de los Guermantes; “A la sombra de las muchachas en flor”, florece un Proust adolescente y su despertar sentimental, lírico, y tremendamente sexual. “El mundo de guermantes”, nos da una visión amplísima de la clase alta francesa despedazada por el autor, expuesta como una clase decadente, cargada de vicios y defectos. En “Sodoma y Gomorra”, se ensaña aún más con la clase aristocrática, con personajes abyectos, corruptos, consagrados a la lujuria y la debacle social.
“La prisionera”, “La fugitiva”, y el “Tiempo recobrado”, se explaya el narrador como la creación artística donde se puede salvar de la inevitable consunción vital, y es allí, donde empieza su viaje circular y la escritura de su obra maestra.
Me detengo en la célebre narración denominada la “Magdalena de Proust”, aquella descripción sensacional donde el escritor asocia una experiencia sensorial con un recuerdo, con la percepción de una realidad que nos retrotrae a la autenticidad de la vida y nos lleva a reflexionar sobre la representación metafórica.
Proust, a más de cien años de la presentación del primer volumen, continúa vigente, sobre todo para los amantes de la condición humana, para aquellos del tiempo ganado, para los amores ajenos, desconocidos, o, escondidos, a las puertas de un cielo extraño, abierto de par en par a la espera de aquel no sé qué de la vida.