Por: Antonio Zeta
Nadie podría negar el talento de Pedro Alza Barco, quien a sus veintiún años era ya considerado una de las grandes promesas de la poesía nacional. Por esta razón, al conocerse la noticia de su muerte en Paita y, sobre todo, el estado en que fue encontrado el cadáver, el hecho causó gran conmoción en todos los círculos literarios y artísticos del país.
Sin embargo, fue a mí a quien la noticia se me reveló de primera mano, como si yo hubiera pedido ser testigo del hecho más aterrador que se pueda imaginar. No solo por las circunstancias que rodean a la muerte de un ser humano, sino porque Pedro, además de colega en el arte de escribir, era mi amigo.
Todavía recuerdo la última noche que nos vimos. Corría el mes de marzo del 2020, lo recuerdo bien, como si las imágenes pudieran reproducirse sin necesidad de cerrar los ojos. En este momento estoy en Paita y, probablemente, seguiré en este lugar aun cuando termine de redactar este relato.
Sábado 14 de marzo, presentación del poemario «La muerte que vivo». Bellísimo título que Pedro Alza Barco me había encargado presentar al mundo. Debo confesar aquí que la lectura del libro me golpeó tantas veces como tomé entre mis manos el ejemplar dedicado a mí. Cada poema había sido escrito para reescribirse sobre nuestra piel, como si el autor tallara verso a verso en nuestras vidas.
Como podrá intuirse, la presentación salió mejor de lo esperado. La venta de ejemplares fue un éxito total, éxito que podría comprobarse con la celebración que me obligó a quedarme en la ciudad porteña, lugar donde no conocía a nadie más que a Pedro. La playa El Toril permitió que un grupo de ocho artistas, entre poetas, pintores y músicos, conversemos de cualquier cosa, menos de arte, hasta altas horas de la noche. Dicha celebración tuvo que interrumpirse cuando el homenajeado mostró claros signos de embriaguez. Para decirlo sencillamente, empezó a arrojar las botellas de vidrio al mar, mientras recitaba mal sus mejores versos.
Al considerarme un hermano mayor de Pedro, me hice cargo de él. Y lo conduje hacia la dirección que leí en su DNI. Mi desconfianza hizo que optara por caminar junto al desmemoriado poeta, quien continuaba repitiendo sus versos a lo largo del trayecto. Ahora más que como amigo, lo veía como a un hijo, un hijo a quien debía enseñarle los trucos para evitar emborracharse de ese modo (o de cualquier otro).
Pedro Alza Barco siguió mostrándose ebrio por varias cuadras más, hasta que llegamos a un callejón. Estaba oscuro. Por más que intento recordar la hora, no lo consigo. Sin embargo, debían ser las dos o las tres de la mañana. Aunque más que la hora, importa mencionar que una vez que estuvimos frente al callejón, Pedro se soltó de mi brazo con prontitud. Su rostro, iluminado levemente por un rayo de luna, todavía no había abandonado todo rasgo de enajenación. No diría que se veía completamente lúcido, pues me veía con los ojos muy abiertos.
—Yo no voy por ahí —dijo muy claramente.
Su rostro todavía conservaba ciertos rasgos de locura, pero sonaba cuerdo, consciente. Estaba agarrado de un poste para mantener el equilibrio, sin quitar la vista de la callejuela sombría. Di un vistazo intentando encontrar la sombra de algún malhechor, pero no conseguí ver el menor rastro, tampoco pude oír alguna voz o el menor ruido. Entendí que él, al ser un morador de la zona, podía conocer algo que quizá escapaba a mi radio de alcance. Así, llegué a pensar que existía una posibilidad, leve muy leve, de ser asaltados al llegar a la esquina, por ladrones hasta entonces escondidos.
Cuando decidí interrogar a mi joven acompañante y le pregunté por qué no podíamos ir por ahí, me arrojó la historia más alucinante que jamás he vuelto a escuchar. Fantasía pura transmitida de generación en generación, creada por una mente retorcida con la finalidad de escarmentar a alguien.
—¿Y por qué no podemos ir por esa calle? —pregunté con seriedad.
—Sencillo —dijo Pedro—, porque a esta hora sale el mondongo a cobrar venganza.
¿Acaso mi amigo había alcanzado un alto nivel de intoxicación? Sus pasos cada vez más firmes indicaban lo contrario, que conforme pasaba el tiempo, el alcohol abandonaba su cuerpo y, más precisamente, su cerebro. Así que no fue necesario limpiarme los oídos, él había dicho la palabra “mondongo”. Pero no solo eso, sino que, a través del recurso de la personificación, le había otorgado cualidades humanas. Un mondongo que cobraba venganza.
—¿Qué mondongo? ¿El plato típico? —pregunté burlonamente esta vez.
Entonces me dijo que hacía muchos años un carnicero había acabado con la vida de un joven pescador que pretendía a su bella hija. El hombre lo invitó con argucias a su casa y, en el cuarto donde conservaba las carnes que ponía a la venta, partió en dos el cráneo del enamorado y mutiló su cuerpo entero. Ah, pero el mondongo lo había llevado a lo más alto de un cerro para que fuera devorado por los animales circundantes. Y, debido a que el joven no había probado alimento el día de su muerte, su intestino grueso descendía del cerro en busca de carne humana, hasta la vez que cobró venganza.
Me eché a reír por lo estrafalario de la historia. Hice mil bromas sobre la narración reciente, más que para burlarme, eran para restarle importancia y que pudiéramos seguir nuestro camino. Pero nada hizo que Pedro recobrara la razón. O, mejor dicho, nada hizo que se moviera de su lugar y pusiera un pie rumbo hacia la calle en mención, que a estas alturas, a mí mismo se me presentaba como un laberinto.
Hasta este momento he olvidado mencionar que el poeta paiteño vivía con una tía, cuya edad oscilaba entre los sesenta y setenta años. La mujer ya dormía cuando llegamos, por eso tuvimos que despertarla para que nos abriera la puerta. Resulta que mientras Pedro arrojaba botellas al mar, en una de estas también arrojó las llaves de su casa.
Pedro, ya recuperado, insistió en que yo ocupara su cama. Él dormiría en el mueble de la sala. No me parecía correcto, pero argumentó que él había sido educado de esa manera. La visita es primero, me dijo y yo no pude objetar.
—Hazle caso —dijo la tía—, además este muchacho es cabeza caliente. Seguro que de aquí ni puede dormir por quedarse chateando con sus enamoradas.
Todos reímos. Minutos después ya me encontraba dispuesto a descansar, dejando en el olvido la historia del mondongo andante. Pero no pude dormir, ni siquiera pude cerrar los ojos. Las imágenes de un intestino escalando la pata de la cama hasta llegar a la sábana para arrastrarse por mi costado buscando saciar un hambre de décadas me erizaban todos los poros de la piel.
Salí del cuarto hospitalario con la finalidad de conversar con el insomne poeta, pero lo encontré en su quinto sueño, como suelen decir en Piura. Así que me paré frente a la ventana del cuarto que me fue prestado a contemplar el mar desde ahí. La oscuridad, la noche, el silencio, todo me envolvía en la historia del mondongo vengativo.
Agradecí a Dios que la tía se despertara a las cinco de la mañana. La anciana se sorprendió de verme en pie. Le dije que era madrugador y que estaba acostumbrado a dormir poco. Igualito me pasa a mí, dijo. Me sirvió una taza de café y me comentó algunas historias de su juventud, lo que me resultó perfecto para esperar la llegada del amanecer.
Pedro Alza Barco todavía dormía cuando dejé su hogar y, probablemente, siguió durmiendo mientras volvía a Piura. Tampoco recuerdo cómo superé el problema del insomnio, solo diré que, más tarde que temprano, conseguí dormir.
Al día siguiente todo el Perú fue sorprendido con el inicio de una cuarentena que, de manera gradual, nos obligó a permanecer en casa por un tiempo indefinido. Un virus había ingresado al país y el enclaustramiento era una medida absolutamente necesaria.
A los pocos días, recibí comunicación de Pedro, me pedía que le comentara qué había ocurrido la noche que celebramos la presentación de su libro, me pidió disculpas anticipadas por si algo de lo que dijo pudo herir nuestra amistad. Le comenté lo acontecido evitando hacer mención del episodio que me generó constantes pesadillas.
La cuarentena que nos metió en nuestras casas también recrudeció uno de los sentimientos más antiguos: el miedo. Y, de manera específica, el miedo a la muerte. Gente muriendo en las calles, la muerte de seres queridos o conocidos nos hacía pensar que los próximos seríamos nosotros. Fue ese miedo el que me hizo abandonar todo contacto con el mundo.
Salía solo para lo indispensable. A diferencia de otros compatriotas, gracias al alquiler de inmuebles de herencia familiar, podía darme el lujo de quedarme en casa a esperar que el delivery hiciera lo suyo. Para que tengan una idea del miedo que me sometía, comentaré que ni siquiera accedía a la venta de mis propios libros, ni envíos a nivel nacional ni visitas a mi hogar. Cero contacto directo con las personas, todas se me presentaban como posibles fuentes de contagio. Agrego que además de cerrar las puertas al mundo físico, del mismo modo hice con el mundo virtual. Puse en pausa todas mis redes sociales.
Este aislamiento obligatorio, y a la vez voluntario, me permitió dedicarme por entero a la lectura y escritura. Confesaré que en todo momento busqué perdidamente superar la belleza de «La muerte que vivo», pero sin poder siquiera alcanzar la perfección de alguno de sus versos. Los versos de Alza Barco calaban la piel, los míos a lo mucho serían leídos en algún bar de mala muerte.
Fue recién en setiembre del 2020 que decidí revisar mi correo electrónico. Después de todo, quería saber cuánto había cambiado el mundo en seis meses. Hasta entonces había sobrevivido con llamadas y mensajes de texto. Abrí mi bandeja de entrada y entre todos los correos de amigos y familiares preocupados por mi desaparición, había tres de mi buen amigo Pedro.
Los dos primeros eran para saludarme y enviarme versos sueltos, lo que yo entendía como un intento de suplir la carencia de una agenda a la mano, es decir que me escribía porque no tenía dónde anotar sus ideas. El tercer mensaje, en cambio, tenía por encabezado URGENTE. En el cuerpo me decía que fuera pronto a visitarlo, que ya no podía más con los latidos en su cabeza…
A los pocos días de haber leído el correo, y contra todo pronóstico, me armé de valor y salí rumbo a Paita. Me engañé con la idea de mostrarle los escritos pandémicos a mi colega, cuando en realidad mi cuerpo hacía mucho que pedía un escape. Introduje mi agenda en mi mochila, haciéndole espacio entre todo el cargamento de bioseguridad que transportaba. Más que protector facial, diseñé un casco que me resguardara del aire de los demás, el cual no me quité ni siquiera dentro del bus.
Al bajar del bus, en pleno terminal, me sentí como un astronauta llegando a un planeta inhóspito. Todos me miraban como un ser distinto a ellos, definitivamente no era humano ante los ojos de mis amigos paiteños.
Cuando me vi fuera de la casa de mi amigo, llamé varias veces a la puerta. Intenté llamar por celular, pero tal como ocurrió los días anteriores, no obtuve respuesta. Entonces recordé un viejo truco que aprendí en la adolescencia. Doblé un alambre de uno de mis llaveros y tuve la fortuna que la cerradura cediera. Ingresé a una casa mucho más silenciosa que la mía, tan silente que mis pisadas resonaban en toda la casa.
Dentro, por un momento, sentí que me faltaba el aire. Comprobé que todas las ventanas estaban cerradas. Me vi obligado a retirarme el casco para poder respirar y de pronto una total pestilencia se me metió por la nariz. Incluso cuando abrí las ventanas, la pestilencia seguía flotando en el aire de la casa, como si esta viviera ahí.
O, mejor dicho, como si esta fuera lo único vivo en ese lugar, pues todo el futuro prometedor del joven poeta se apagó aquella mañana en que lo hallé postrado en una silla, blanco como el papel. Un artista extraordinario de la palabra no volvería a brindar otra obra brillante al mundo. ¿Cuánto tiempo llevaba muerto? No podría ser mucho, puesto que hace unos días recibió un mensaje. ¿Y dónde estaba la anciana? Mi espíritu investigador me hizo buscar de puerta en puerta. La mujer yacía sobre el piso de su alcoba, muerta, con los pulmones reventados hacia fuera.
¿Ambos habrían muerto por la pandemia? Quizá los dos contrajeron la enfermedad y, por falta de recursos, perecieron en su vivienda. O tal vez la enfermedad se había arrastrado hacia ellos por debajo de la puerta y… Reí nerviosamente, ya estaba pensando como una persona que había perdido el juicio.
Conforme los pensamientos se me venían a la mente, uno después de otro, un sonido, muy leve, comenzó a resonar en el ambiente. Me esforcé por distinguir la naturaleza del ruido hasta que lo sentí como un latido. Un pequeño latido se dejaba escuchar en medio de toda esa pestilencia. Entendí que eran ideas mías, que no era posible que ese cuerpo sin sangre pudiera conservar algo de vida, mucho menos el cuerpo perforado de la mujer.
Pero, como es comprensible, hay momentos en los que la duda se apodera de nosotros y nos arrebata cualquier indicio de razón. Bajo esta premisa, me acerqué al cadáver y pude escuchar con mayor nitidez. En efecto, era un latido. ¿Mi amigo estaba vivo? No imaginan cómo abracé esta idea, por irracional que fuera. Y hubiera seguido aferrado a ella, de no ser por lo que vi a continuación.
Primero el vientre, luego el pecho del muchacho generaba pequeños bultos, como si dentro hubiera una serpiente o como si el corazón estuviera trasladándose por todo ese cuerpo inerte. Retrocedí sin saber lo que ocurriría. El latido había dejado de ser leve y se oía cada vez con mayor resonancia. Más y más fuerte, más y más fuerte se alojaba en mi cabeza. Sin saber por qué tomé el casco entre mis manos conforme iba retrocediendo.
La pestilencia, que nunca se fue, empezó a adueñarse del lugar. Asimismo, la boca del joven postrado en la silla comenzó a abrirse y algo se asomó desde adentro. No podría decir claramente qué era, tampoco asegurar que aquello tenía ojos, sin embargo, sé que lo que estaba a punto de salir me estaba mirando y que podía olerme. Salía de la boca y apuntaba su cabeza, o lo que fuera, hacia mí. De más está decir que entonces mi cuerpo estaba escarapelado por completo, no había un solo espacio de mi humanidad que no estuviera temblando ante aquel escenario.
El miedo había vuelto. Todo mi cuerpo era un envase repleto de miedos. Un intestino grueso escapaba por la cavidad bucal de un hombre muerto y se arrastraría hasta mí. Poco a poco se arrastraría por mi cuerpo inmóvil, incapaz de hacer el menor movimiento, gracias el miedo heredado de nuestros antepasados. Mis manos, parte de ese mismo cuerpo, ni siquiera podían colocar el casco en su lugar. Las interrogantes me abrumaban: ¿Por qué salí de casa? ¿Por qué tuve que viajar? ¿Por qué me quité el casco? Y nuevamente el miedo, el miedo a la muerte.
De nada serviría gritar, porque no había visto a nadie en el camino. Los vecinos pensarían que se trataría de un enfermo del extraño virus y no se acercarían, nadie se acercaría y no tendría otro final que el de ser devorado por las vísceras de un hombre cuya venganza traspasó las fronteras de la muerte. Mis pensamientos continuaban, así como el mondongo ya se encontraba descendiendo por el abdomen de un inerte Alza Barco. La serpiente pulposa, sin ojos para ver, vendría directamente hacia mí.
Entonces pude mover una mano, luego ambas. Me coloqué con dificultad el casco y me dirigí torpemente hacia la salida, como si recién aprendiera a caminar. El casco estaba empañado por mi alterada respiración. Podía dar pisadas largas y pesadas, cual astronauta en un planeta de mayor gravedad, evitando mirar hacia atrás. Poco a poco, casi arrastrando los pasos, caminé luego con mayor facilidad y pude andar a grandes trancos hasta atravesar el umbral.
De pronto la luz natural perforaba dentro del casco. Ya estaba en la calle. Pero como si esto fuera insuficiente para alejarme de aquel arrastrar, de aquel olor putrefacto, de aquella carne hambrienta de carne, intenté correr. Avancé atropelladamente y no paré hasta que conseguí tomar un mototaxi que me llevó al terminal terrestre.
Después de este punto, los recuerdos son un laberinto. Estoy dentro del bus, donde tampoco me quité el casco, porque sigue sin abandonarme el maldito latido de las vísceras. El latido no se fue de mi cabeza, ni cuando arrojé mi mochila por la ventana, temiendo haber cargado esa cosa en mi espalda. Perdí mis escritos, es cierto, pero alejé aquel horrendo ruido al menos por un tiempo.
Antonio Zeta