Por: Calidro Morello
En la casa de mi abuela, nos alineábamos como si fuese una ceremonia, en recta perfecta los cuatro hermanos y mi madre; mi padre no estaba con nosotros, y es que la razón de visitar a mi abuela materna era despedirnos, pues nos mudábamos al Callao por un tiempo considerable. Mi padre, después de terminar los trabajos de dragado del terminal marítimo de Paita, fue comisionado por la empresa francesa Les Batignoles para seguir trabajando en labores similares en el puerto principal del Perú.
Seguíamos alineados frente a su cama, a la espalda un “chaise longue” y una repisa llena de fotos familiares. Los polvorosos pisos de las casas paiteñas se ensañaban con mis brillantes y embetunados zapatos y el “Griffin All White” de los zapatos de mis hermanas. De éstas, la mayor, a pesar de vivir con mi abuela, también se encontraba en la formación. De vez en cuando, una lámpara que colgaba del techo -una pieza de vidrio celeste pavonado-, atraía mi atención de niño. ¿Cuántos años tendría sin haberle sacudido el polvo?
Esa pátina triste del polvo cubría toda la casa, esa fina película de ese material inerte transportado por el viento y que sigilosamente se posaba en todos los objetos de la casa, en los adornos, en las imágenes, en las ventanas y cortinas, ¡en todo! El persistente y silente material, el suplicio diario de las amas de casa en el puerto, de los misceláneos, de las empleadas del hogar, lo sufrían con mayor virulencia las enormes casonas de entonces, y lo siguen sufriendo las modernas casas en la actualidad. Cómo no sufrirlo aún si vivimos en este pedazo de costa mirando el mar y de espaldas a la vastedad de una planicie polvorienta, arisca, cansina y monótona, donde el “Yucún” es rey y el viento que sopla por detrás nos lo recuerda constantemente. Solo en la plácida bahía encontramos la frescura, el descanso a la vista, el motivo y razón de nuestro ser. Creo que por eso los paiteños siempre habíamos dado la espalda a la soledad y al silencio de ese desierto que nos acompaña desde nuestros orígenes; pero el tiempo cambió todo eso, el tiempo y la migración.
Como en toda casa de antaño, no podía faltar un inmenso ropero de tres puertas, ni las pesadas cómodas al lado de la cama. Cuántos secretos han guardado, cuánta curiosidad han despertado en nuestra niñez. Ver a la abuela, tomar su pesado manojo de llaves para abrirlo, era señal de una propina, de un regalo, de una sorpresa. Creo que lo de acarrear veinte llaves era una señal inequívoca de ser una Ramírez. Asimismo, lo hacía mi tía abuela Rosa, claro, ella abría su cómoda y sacaba un pañuelo con 5 nudos, sacaba unas monedas y me decía:
-Toma; guárdalas para ti, hijito, y miraba alrededor como cuidando que nadie nos observara. Me ponía las monedas en la palma de la mano, cerraba ésta y, con un susurro al oído, insistía:
-Guárdalas, rápido.
-Gracias tía, le decía susurrando. Quería saber a cuánto ascendía mi propina: dos soles. Se daba vuelta y cerraba su mueble. Tenía un caminar pesado de matrona; tendría entonces unos 70 años. Su cara parecía sacada de un daguerrotipo. “Tiene una cara como en una foto antigua”, pensaba.
-Abue.., abuela, enséñame unas fotos, yaaa, no seas malitaa..
-Luego, hijito, estoy ocupada, me decía, y me dejaba esperando. Mientras tanto, proseguía con su quehacer diario: salía al pasillo externo, subía dos gradas al patio en otro nivel donde alineadas contra la pared había una retahíla de maceteros viejos con diversas plantas, como San Pedros, helechos, chabelitas, etc. Al fondo a la derecha, una piedra de filtrar y un cántaro de barro que contenía el agua más pura y fresca del mundo.
Bajo una enorme estera que proveía la sombra, una vieja lora caminaba de lado a lado en su trapecio de alambre. En ocasiones, cuando se inspiraba, cantaba como la misma María Callas. Al pie de la puerta, un perro chusco, pero con un envidiable nombre: “Sultán”. Dormía su siesta pegado a la par de un enorme y vetusto cilindro donde se acopiaba agua. Un escalón más al fondo y, al lado de la cocina, la puerta al infaltable corral de las casas de antaño.
Había un cuarto que servía de depósito de papeles y, colgados de la pared, un latiguillo, aperos viejos de montar, un machete, una mesa con una anticuada máquina de escribir Remington, cortapapeles, tinteros, plumas, archivos judiciales y rumas del diario oficial El Peruano. Todo esto último de mi abuelo político, Teodomiro Sánchez Novoa, abogado y exjuez.

¡Abuelaa!, enséñame unas fotos. Ya, hijito, ya va, y regresaba al cuarto a buscar su manojo de llaves, y se acercaba a la cómoda, daba dos vueltas al picaporte y abría un cajón. Sacaba una lata cuadrada de chocolates sin chocolates, pero llena de fotos y recortes de periódicos.
-Este eres tú cuando tenías un año. Me muestra un fotograma en blanco y negro. Lo miro, no estoy convencido que sea yo.
-Este es de tu papá, cuando trabajaba en carreteras con tu tío Óscar Ferré. Mi padre sin bigotes, con un traje color kaki, botas de media caña y un sombrero de explorador al lado de una moto-niveladora.
-¿Ese es mi papá? Si es él, está joven, creo que de 19 años. Sí, está joven mi papá.
Saca unos recortes de periódico:

-Este es un poema que tu abuelo Morello escribió y lo envió al Diario La Industria. Tomo entre mis manos con sumo cuidado el papel amarillento; el tipo de letra ya no se ve; esa tipografía cayó en desuso por completo. No recuerdo en detalle lo escrito, pero me dije: “¡Ah!, también escribía poemas”. Me entretuve mirando las fotos por buen rato, unas en sepia y otras en blanco y negro, con el recorte peculiar de los bordes; algunas del fotógrafo Pulache; otras, en formato 110. Me fascinaba ver esa caja de fotos con su cuota de escapularios, estampitas de primera comunión y bautizo; también medallitas. Después de un buen rato, devolvía las fotos y éstas volvían al cajón y al doble paso de las llaves de la abuela.
De pequeño pasaba temporadas con ella. Me llevaban de visita donde la tía Rosa, que vivía en los altos del teatro Grau, en la quinta cuadra del Jr. Junín. Me dejaban medio dormido en uno de sus muebles blancos de mimbre mientras ellos iban a ver alguna película, siempre en horario de noche. Había dos funciones, la de Vermut a las 7 pm. y la de noche a las 10 pm. Muy raramente había funciones de Matiné. En ese entonces, el inicio del servicio eléctrico era a partir de las 5.30 pm. Solo en contadas y especiales ocasiones había fluido eléctrico durante el día, y entonces daban alguna película en ese horario.
Tras la función, regresábamos caminando de vuelta a la casa de los abuelos, en el Jr. San Martín. Cuando íbamos a la altura de la Plaza de Armas, yo ya iba, prácticamente, sonámbulo y colgando del brazo de mi abuela. Mis abuelos eran cinéfilos y mataban dos pájaros de un tiro. Ella visitaba a su hermana Rosa y miraban una película de paso; todo esto hasta que los sorprendió un terremoto dentro del cine. Fue el miércoles 9 de diciembre de 1970, cuando un fuerte sismo sacudió los departamentos de Piura y Tumbes, a las 11.45 de la noche. Fueron 37 muertos y 205 heridos. La mayor destrucción se produjo en Querecotillo (Sullana).
Estaban ya casi al salir , y mi abuela toda indignada, le dice al abuelo:
– Ay, Tiomi, ay, ay, pero qué le pasa a esta gente, qué atrevidos.
¡Ja, ja, ja!, me imagino a la abuela: esta gente nos empuja. El abuelo consciente de lo que estaba pasando le contesta: no es eso, no es que nos están empujando, está temblaaandooo.
No está demás decir que se llevaron el susto de su vida. Tras esa experiencia se compraron un televisor y nunca más en su vida regresaron a un cinema. Radicales los viejitos, ¿no?
Los recuerdos
Cuando pequeño, le pedía a mi abuela Dora, con ese son o tono de lamento que usamos para rogar los norteños, ese tono que arraigado en nuestra garganta usamos especialmente cuando pedimos favores. ¿Acaso no lo usaron mis contemporáneos para pedir que nos dejaran entrar al cine, a la zona de delantero cuando no nos alcanzaba la plata? ¿Acaso no lo usamos para pedir la propina al tío, al abuelo, a nuestros padres?: “Ya, no seas malito, dame un sol”.

Recuerdo a mis amigos de siempre, los Souza, los tres inseparables hermanos. Después que murió su abuelo Manuel, la sastrería de los Noblecilla quedó acéfala, entonces, un familiar de ellos, que ya trabajaba de aprendiz, tuvo que hacerse cargo de ésta; pero no tenía la experiencia de un maestro sastre, así que el tío Segundo, hermano mellizo de Manuel, llegó desde el Callao y estuvo todo un año en Paita enseñándole todos los secretos del oficio a Chale. Eran los tiempos de planchas de carbón, tiza, metro y casimires.
Como decía en un principio, al morir Manuel, ya no estaba la figura amorosa del abuelo, que los amaba, sobre todo, el Manuel de las propinas, de los abrazos y de los suaves regaños. Chale ocupaba su lugar ahora, y eso se dio en toda la extensión.
Sábado por la tarde 6.30 pasaban los tres recién bañados, pegaban un silbido frente a la casa de don Justo: oe, Pocho, guárdame sitio; apúrate. En verano los días eran más largos, pero la función en el Fox empezaba a las 7 pm.
-Hola, Chale, dice el mayor, con mucha naturalidad. El ahora sastre levanta la ceja, lo mira y sigue delineando con la tiza, como quien no le da mucha importancia.
-Chaleeee… Alarga el nombre en modo ruego. Dame para el cineeeee. El chico se desespera y los otros dos lo acuerpan.
-Ya, Chale, da pal cine. Usando el tono pedigüeño de los piuranos, insisten.
-Ya, Chale, no seas malitoo. Chaleee… Chale, apura que ya empieza la película. Chale frunce el ceño y replica:
-No, no tengo plata. Inclinaba la cabeza sobre la pieza de casimir, hablaba sin levantarla: Pídanle a Julio, solo yo todas las semanas…
– Mañuco alega despacio: Ve chi, ¡guá!, ese nunca nos da, es bien tacaño.
-Ya, Chale, no seas malito -rictus de angustia en los rostros-. Pero el tiempo avanza, todos han pasado, todos se han ido al cine menos ellos, la tarde parece más noche.
Volviendo a recordar esos instantes, creo que Chale disfrutaba torturarlos hasta el último momento. Ya en el clímax de la hora, de la desesperación infantil, deja la tiza y el metro:
–Bueno, bueno, la próxima semana le piden a Julio, decía, y se metía la mano al bolsillo. Tomaba un billete y unas monedas y les daba, para el alivio de todos. Johnny, con su cáustico modo de ser, agregaba: ¿Y para el chicle? Chale ponía su cara de molesto e, indignado: ¡Oye!, y le levantaba una de las reglas en son de amenaza.
Johnny reía, se le acercó y le dijo: ya, Chalecito, gracias. Calla, negro, ándate ya, y los corría, pero ya con una sonrisa. Todos salían en una sola carrera al cine, antes que sus asientos -que eran cuidados por los fieles amigos- pudieran ser ocupados. El tonito ese de voz creo que aún es efectivo. Creo que funciona hasta ahora.
Otro estilo
Dicen que el “Pato” Sáenz, que era mi tío político, casado con mi tía Matilde Ferré, era un bromista nato, y tenía un gran sentido del humor. Cuando uno de mis primos le pedía dinero:
– Papá, dame cincuenta. No había respuesta. Pero, cuando decía: Papá… yaaa, no seas malito…
El replicaba:
-¿Cuarenta? ¿Para qué quieres treinta si con veinte te alcanza? Dale 10 a tu hermano y me traes el vuelto. De ellos creo que quien mejor heredó su sentido del humor fue Harry, que al igual que su padre, es todo un personaje.
Ante el estilo peculiar de los norteños para pedir las cosas, algunos también saben sacar el cuerpo de manera graciosa.
El cuarto misterioso
Al fondo del cuarto de mi tía María Luisa, mi abuelo tenía un cuarto que, en mi niñez, siempre vi con misterio. Se accedía por una puerta de doble hoja. La mitad superior de éstas eran ventanas cuadriculadas. Habían sido cuidadosamente pintadas de blanco por la parte interna, así que no había manera alguna de ver qué había del otro lado, hasta que un día el abuelo me pidió que lo ayudara a pasar unos papeles al interior. La visita no duró más de dos minutos, pero mis sentidos como un escáner barrieron su interior. Observé varios juguetes de hojalata, carritos, barcos, anaqueles con expedientes amarillentos, libros, muchos libros, una calavera, un cráneo entero y el omnipresente polvo por doquier. En un descuido en que él se alejó, en unos pocos segundos, tomé un real del bolsillo e hice una pequeña raspadura a la pintura.
-Ya, listo, ya terminamos, y cerró nuevamente con candado el cuarto misterioso. Lo que él no sabía, era que ya podía atisbar dentro de la habitación a través de la rayadura en la ventana de vidrio. Bueno, era una pírrica victoria, pero victoria al fin para mi niñez.
Teodomiro Sánchez Novoa, era un hombre de baja estatura, pero muy inteligente. Era muy estricto, pero creo que la aureola de hombre de leyes lo hacía verse así, un poco más de la cuenta. Era un buen hombre; era justo a mi entender. Cuando me estancaba por algún dibujo muy complicado en mis tareas escolares, él cooperaba. Era diestro en el dibujo. En la sala de la casa había un par de óleos de su autoría, eran oscuros, melancólicos, tristes; creo que eran el reflejo de su propia personalidad.
Mi abuela lo llamaba cariñosamente Tiomi, y siempre salían juntos. Ella más alta que él y, para hacer más grave la diferencia, ella acostumbraba usar pronunciados zapatos de tacón. A él poco le importaba la diferencia de estatura. Como un hombre de gran formación, siempre salía vestido de traje entero, hasta en las más informales reuniones. Solo en el refugio del hogar vestía de manera casual.
Muchos desconocen -no tendrían por qué saberlo- que Teodomiro Sánchez Novoa y Luciano Castillo, junto con Fernando Chávez León, fundaron en Paita, el 18 de octubre de 1930, el Partido Socialista del Perú, después que Eudocio Ravines renombrara el original como Partido Comunista, tras la muerte de Carlos Mariátegui.
La despedida
Alineados seguíamos en la habitación de mi abuela con nuestra mejor vestimenta.
Finalmente, mi madre me señala con un gesto que me despida. La miro, pero no atino a entender.
-Despídete de tu abuela, me dijo, con la voz casi quebrada.
Doy un paso y me acerco, ella da otro y se inclina, y nos abrazamos. Observo con el rabillo del ojo a mi madre, tratando de enjugar una lágrima. Mi hermana menor no se contiene. La mayor, cuando llegó su turno de abrazar a mi abuela, desató el llanto. La escena es casi de histeria colectiva: todos lloran, yo incluido, excepto mi abuelo Teodomiro, que solo observa a un lado, a él también lo abrazo, murmura algo pero era inmutable.
El Viaje
A esa temprana edad, no recuerdo mucho los pormenores del viaje. Los momentos más emocionantes era al ascender por la cuesta de Ñaupe, subir desde la planicie Olmana hasta las alturas en la sinuosa carretera, la antigua Panamericana Norte. Después de eso, el paso por el “aromático” Chimbote de la época. El tránsito sucedía en plena madrugada, pero sabíamos dónde nos encontrábamos por el sentido del olfato. Para terminar el recorrido, la cereza del pastel: Pasamayo. Mi hermana no miraba por la ventana, le daba miedo las alturas. Para mí, era adrenalina pura ver el fondo del acantilado, el despliegue blanquecino de la espuma al romper las olas en la playa. En esos tiempos un viaje demoraba casi 18 horas o más, entonces, era obligatorio detenerse a almorzar o a cenar en los diferentes restaurantes de la larga ruta. Cosas del pasado.
Al llegar a Lima nos esperaba mi padre que, en un auto particular, nos trasladó hacía el Callao, específicamente a Chucuito.
El arribo
Hay escenas, momentos y hechos que le quedan a uno literalmente impregnadas en el recuerdo, como una marca. Los años podrán pasar, pero no tendremos problema alguno para rememorar con lujo de detalles esos instantes. La llegada a nuestro nuevo hogar, fue uno de esos eventos que se mantienen intactos.
Llegamos por la Av. Gamarra, en un auto de esos de los años 50, fuertes, pesados, amplios y ruidosos; doblamos a la derecha y nos estacionamos casi entre la bocacalle de Gamarrita y el Parque Santa Rosa. Salimos y nos estiramos observando la amplitud de éste, mientras el fuerte aroma de la brisa se hacía presente, esa brisa constante que acompaña a los chalacos cerca al mar.
-Papá, ¿cuál es la casa? ¿Aquella? Señalando un edificio, entonces, de color gris y rejas de madera blanca, se me antojaba enorme.

-¿Esa? Sí, es aquella, pero es solo la segunda planta. Ya todos estábamos situados sobre el parque, de pronto, un tremor acrecentó al otro lado en la misma Av. Gamarra: era el tranvía que venía de La Punta. No recuerdo si eran de color gris o verde, pero sí algo descuidados y desvencijados. Sería entonces sus últimos recorridos y días de vida. Éste, al pasar la intersección desde la parte superior del trolebús, en el artefacto que mantenía contacto con los cables de energía, surgió toda una explosión de chispas, como un rayo al contacto del cable. Me quedé inmóvil con la mirada fija en el vehículo que seguía rumbo al centro del Callao. No sé si asustado, boquiabierto o embelesado por lo que había presenciado. Esa fue la primera gran impresión que me llevé como neófito capitalino.
Subimos presurosos la amplia escalera que doblaba en ángulo recto para acceder al segundo piso. Al descubrir nuestra nueva morada, lo primero que veíamos era un largo pasillo que daba hasta la parte posterior de la casa. El piso era de amplios mosaicos cuadriculados; a la derecha había un acceso al área del comedor y a un baño principal; éste tenía una enorme tina de hierro aporcelanado.
-¡Qué sed que tengo!, dije. Mi hermano menor abrió la llave y empezó a tomar agua directamente de ella. ¡Ufff!, escuché, mientras devolvía el líquido: ¡Está salaadaa! Segunda gran impresión: el agua de Chucuito era absolutamente salobre, imposible de beber.
Las diferentes playas de esa parte del Callao hasta la Punta y Cantolao, no tienen arena; en su lugar hay una infinita cantidad de cantos redondos, como piedras de río. Era difícil al principio, pero Paiteño pata salada camina en cualquier superficie. Las chalanas varadas en la orilla, eran tan diferentes, no como las de Paita con su delineada quilla y su popa recta; éstas parecían un seca-papeles: feas. Se veían extrañas. Pienso que sería por el oleaje de la zona. Sí eran feas.

El tranvía era parte del paisaje urbano chalaco hasta el año 1965. En diciembre de ese mismo año, los tranvías en general, desaparecieron del sistema de transporte de Lima metropolitana y el Callao. Mi madre nos había enseñado a tomarlo. Mi hermana mayor y yo lo usábamos para ir hasta el colegio Santa Margherita, el colegio italiano donde mi padre nos había matriculado a todos. Tomábamos el tranvía en la esquina de Gamarra y Chanchamayo, que era la avenida principal que atravesaba el lugar, una calle que iba a dar hasta la Mar Brava. Además de tomar el tranvía en esa esquina, cruzábamos Gamarra también para comer un delicioso choncholí. Esa tripita a la plancha que mi paladar había descubierto, y allí lo preparaban a diario.
Para asistir a la escuela, mi hermana usaba un traje azul marino con chaleco y una especie de boina. Los varones usábamos traje entero gris y corbata, color guinda, una insignia metálico de bronce con las banderas peruanas e italianas, que iba cosida en el borde superior del bolsillo del traje. Al subir al tranvía, yo guardaba los boletos. Ocasionalmente pasaba un chequeador que perforaba éstos con un alicate sacabocado. Nuestro recorrido era un poco menos de un kilómetro. De la Av. Gamarra pasaba frente a la Gran Unidad Escolar Dos de Mayo, que colindaba con la calle Estados Unidos, al lado de los astilleros de Maggiolo, seguidamente, dejábamos atrás el imponente fuerte del Real Felipe, continuábamos con el tranvía hasta Sáenz Peña, y posteriormente seguíamos a pie hasta Alberto Secada, lugar donde estaba ubicada nuestra escuela.
¡Bon giorno signorina!
Teníamos que saludar en italiano. La maestra nos hacía rezar en el mismo idioma el padre nuestro. La mayoría éramos estudiantes peruanos de descendencia italiana, pero todos sin excepción eran chalacos. Los lunes por la mañana, en la formación, se iniciaba la semana cantando ambos himnos.
¡Fratelli d’Italia,
l’Italia s’è desta,
dell’elmo di Scipio
s’è cinta la testa….
-Seguidamente..
Somos libres, seámoslo siempre
y antes niegue sus luces el Sol,
que faltemos al voto solemne
que la Patria al Eterno elevó.
Pero, al concluir este último, todos los niños, adolescentes, maestros y tutores, al unísono, gritaban con voz retumbante: ¡Chimpún, Callao!
Tenía que ser así: era la reafirmación de su identidad chalaca.

Mi maestra era una señora, estimo de casi 55 años de edad. Se llamaba Irlanda Geriola Borrani, italiana, muy dulce y cariñosa, de pelo completamente cano. Usaba un tinte lila que evitaba que el amarillo se impusiera a su perfecto cabello color blanco. Mi maestra fue una persona muy especial a la que nunca olvidé, por su bondad y cariño para con todos. Ella era un ángel. Por otro lado, Guillermina Negrini, era canosa pero… ustedes ya saben…: “ella adoraba las patillas”
Mi hermana sufría de mal de patria y extrañaba en demasía a mi abuela, así que tiró la toalla y regresó a Paita a los 6 meses. Mi autoestima creció cuando empecé a tomar el tranvía solo; pero eso duró hasta finalizar el curso lectivo, en diciembre de 1965, durante el gobierno del arquitecto Fernando Belaúnde Terry. El tranvía dejó de funcionar al año siguiente. Cuando dio inicio el curso lectivo siguiente, mi madre me daría dos soles para el colectivo. Abordaba los pesados y oscuros colectivos que iban por Sáenz Peña. Siempre quedó impregnado en mi mente esa característica: mezcla de olor a cuero y gasolina. Algunos parecían los carros de Elliot Ness en Los Intocables. Para entonces, ya había irrumpido, en el paisaje urbano, los Bussing alemanes, que eran como los Concorde del transporte público de esos días. Yo seguí con los colectivos que igual me dejaban en la Sáenz Peña. En eso se me iba un sol.
-¿Y el otro sol?
-¡Ah!, el otro sol me lo devoraba en golosinas, manzanas confitadas, maní garapiñado, sanguito que vendían en las afueras de la escuela. Claro, mi mamá nunca se enteraba. Para regresar a casa, cruzaba de la Alberto Secada cerca al YMCA, pasaba frente a la piscina Daniel Carpio, iba bordeando la parte posterior del Real Felipe, dejaba a un lado el Club de Cabos y Marineros y salía al lado de la Concha Acústica por Fanning, y llegaba a Gamarra. El parque estaba apenas a 300 metros, y ya estaba en territorio amigo.

La primera navidad que pasamos en ese lugar, tuvo un sabor especial: tuvimos un árbol de navidad lleno de bombillas, de collares de bolitas, de vidrios multicolores, adornos y una estrella brillante en lo alto, más nieve artificial en la base y muchos juguetes. Recuerdo que escribimos nuestra carta a Papa Noel. Esa navidad llegó mi abuela Chona a visitarnos, mi abuela materna, originaria de La Huaca, de pelo canoso y gesto algo adusto. Supe que llegó, pues, al regresar de una salida, encontramos una fuente llena de aromáticas uvas de mesa, duraznos y manzanas.
-¿Quién trajo esto? Su mamá, señora Feli, contestó la chica que ayudaba a mi madre en las tareas domésticas. Más tarde fue una alegría al ver a mi abuela después de casi un año. Ella era de armas tomar y no le gustaba hablar mucho; o te alineabas o bajaba el San Martín que colgaba en la pared. Era estricta, pero en el fondo era muy amorosa; a su manera, claro.
La Huaca
Debe haber sido en 1961 o 1962 cuando fuimos con mi abuela a la estación del ferrocarril, que quedaba -para los que no alcanzaron esos tiempos- al costado de TPE, por la salida hacia la parte alta. Se agolpaban en la entrada, vivanderas y niños vendiendo todo tipo de golosinas, (como gofios, manjar blanco, acuñas, frutas etc.) Mi abuelo era empleado en Paita del ferrocarril entonces.
Subimos al auto-vagón, que era autopropulsado y no requería de una locomotora que arrastrara mayor peso, y estaba destinada para tirar de más carros. Apenas tengo noción del viaje, pero aún me visualizo en el interior del vagón, aún tengo esa imagen en mis pensamientos: tendría apenas unos 4 o 5 años. Transcurrido el viaje, recuerdo nuestra llegada a La Huaca: un corralón con caballos y mulos, una casona amplia, un pequeño de mi edad al que llamaban “Centavo”, a quien veía jugar a los trompos. Después, un familiar llegó montado a caballo y, dirigiéndose a mi abuela, le pidió permiso para llevarme a Tamarindo.
-¿Quieres ir?, preguntó el jinete, que era un familiar de mi abuela. Miré al joven en la grupa de la bestia, veía el resoplido y agitación del cuadrúpedo, y yo, hipnotizado ante la presencia del animal, no atinaba a responder.
-¿Quieres ir?, preguntó mi abuela a manera de insistencia. En un instante imaginé una escena de cowboys, acampando y con una fogata en la noche. Me acerqué más al lado de ella.
-Anda, me dijo. No, abuela, no voy a ir, no quiero, me voy a quedar, dije yo, nervioso. “No, no iba a acampar en la noche”, me dije mentalmente.
–No abuela, no quiero ir, dije. Mi imaginación se impuso y el jinete se alejó. Tamarindo está solo a 4 km. Hubiera sido un buen paseo, pero ya saben, cosas de niños.
Era el año 1966 y sería mi último año en Chucuito. En el período de Belaúnde, se devaluó el sol, y Les Batignoles se largó del Perú. Mi padre, sin un trabajo estable, decidió que debíamos regresar al norte. Atrás dejaría a mis amigos, los hermanos Oscar, Cato y Aida Naters, así como a mi compañero de salón Chicho Trippe. Atrás quedaría una etapa significativa de mi niñez, aquella en que la travesía de Paita a Chucuito me marcó por siempre. Ahora tocaba regresar a mi puerto querido, a Paita, a reencontrarme con mis amigos de siempre..
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