Por: Calidro Morello
En la casa de mi abuela, nos alineábamos como si fuese una ceremonia, en recta perfecta los cuatro hermanos y mi madre; mi padre no estaba con nosotros, y es que la razĂłn de visitar a mi abuela materna era despedirnos, pues nos mudábamos al Callao por un tiempo considerable. Mi padre, despuĂ©s de terminar los trabajos de dragado del terminal marĂtimo de Paita, fue comisionado por la empresa francesa Les Batignoles para seguir trabajando en labores similares en el puerto principal del PerĂş.
SeguĂamos alineados frente a su cama, a la espalda un “chaise longue” y una repisa llena de fotos familiares. Los polvorosos pisos de las casas paiteñas se ensañaban con mis brillantes y embetunados zapatos y el “Griffin All White” de los zapatos de mis hermanas. De Ă©stas, la mayor, a pesar de vivir con mi abuela, tambiĂ©n se encontraba en la formaciĂłn. De vez en cuando, una lámpara que colgaba del techo -una pieza de vidrio celeste pavonado-, atraĂa mi atenciĂłn de niño. ÂżCuántos años tendrĂa sin haberle sacudido el polvo?
Esa pátina triste del polvo cubrĂa toda la casa, esa fina pelĂcula de ese material inerte transportado por el viento y que sigilosamente se posaba en todos los objetos de la casa, en los adornos, en las imágenes, en las ventanas y cortinas, ¡en todo! El persistente y silente material, el suplicio diario de las amas de casa en el puerto, de los misceláneos, de las empleadas del hogar, lo sufrĂan con mayor virulencia las enormes casonas de entonces, y lo siguen sufriendo las modernas casas en la actualidad. CĂłmo no sufrirlo aĂşn si vivimos en este pedazo de costa mirando el mar y de espaldas a la vastedad de una planicie polvorienta, arisca, cansina y monĂłtona, donde el “YucĂşn” es rey y el viento que sopla por detrás nos lo recuerda constantemente. Solo en la plácida bahĂa encontramos la frescura, el descanso a la vista, el motivo y razĂłn de nuestro ser. Creo que por eso los paiteños siempre habĂamos dado la espalda a la soledad y al silencio de ese desierto que nos acompaña desde nuestros orĂgenes; pero el tiempo cambiĂł todo eso, el tiempo y la migraciĂłn.
Como en toda casa de antaño, no podĂa faltar un inmenso ropero de tres puertas, ni las pesadas cĂłmodas al lado de la cama. Cuántos secretos han guardado, cuánta curiosidad han despertado en nuestra niñez. Ver a la abuela, tomar su pesado manojo de llaves para abrirlo, era señal de una propina, de un regalo, de una sorpresa. Creo que lo de acarrear veinte llaves era una señal inequĂvoca de ser una RamĂrez. Asimismo, lo hacĂa mi tĂa abuela Rosa, claro, ella abrĂa su cĂłmoda y sacaba un pañuelo con 5 nudos, sacaba unas monedas y me decĂa:
-Toma; guárdalas para ti, hijito, y miraba alrededor como cuidando que nadie nos observara. Me ponĂa las monedas en la palma de la mano, cerraba Ă©sta y, con un susurro al oĂdo, insistĂa:
-Guárdalas, rápido.
-Gracias tĂa, le decĂa susurrando. QuerĂa saber a cuánto ascendĂa mi propina: dos soles. Se daba vuelta y cerraba su mueble. TenĂa un caminar pesado de matrona; tendrĂa entonces unos 70 años. Su cara parecĂa sacada de un daguerrotipo. “Tiene una cara como en una foto antigua”, pensaba.
-Abue.., abuela, enséñame unas fotos, yaaa, no seas malitaa..
-Luego, hijito, estoy ocupada, me decĂa, y me dejaba esperando. Mientras tanto, proseguĂa con su quehacer diario: salĂa al pasillo externo, subĂa dos gradas al patio en otro nivel donde alineadas contra la pared habĂa una retahĂla de maceteros viejos con diversas plantas, como San Pedros, helechos, chabelitas, etc. Al fondo a la derecha, una piedra de filtrar y un cántaro de barro que contenĂa el agua más pura y fresca del mundo.
Bajo una enorme estera que proveĂa la sombra, una vieja lora caminaba de lado a lado en su trapecio de alambre. En ocasiones, cuando se inspiraba, cantaba como la misma MarĂa Callas. Al pie de la puerta, un perro chusco, pero con un envidiable nombre: “Sultán”. DormĂa su siesta pegado a la par de un enorme y vetusto cilindro donde se acopiaba agua. Un escalĂłn más al fondo y, al lado de la cocina, la puerta al infaltable corral de las casas de antaño.
HabĂa un cuarto que servĂa de depĂłsito de papeles y, colgados de la pared, un latiguillo, aperos viejos de montar, un machete, una mesa con una anticuada máquina de escribir Remington, cortapapeles, tinteros, plumas, archivos judiciales y rumas del diario oficial El Peruano. Todo esto Ăşltimo de mi abuelo polĂtico, Teodomiro Sánchez Novoa, abogado y exjuez.

¡Abuelaa!, enséñame unas fotos. Ya, hijito, ya va, y regresaba al cuarto a buscar su manojo de llaves, y se acercaba a la cĂłmoda, daba dos vueltas al picaporte y abrĂa un cajĂłn. Sacaba una lata cuadrada de chocolates sin chocolates, pero llena de fotos y recortes de periĂłdicos.
-Este eres tĂş cuando tenĂas un año. Me muestra un fotograma en blanco y negro. Lo miro, no estoy convencido que sea yo.
-Este es de tu papá, cuando trabajaba en carreteras con tu tĂo Ă“scar FerrĂ©. Mi padre sin bigotes, con un traje color kaki, botas de media caña y un sombrero de explorador al lado de una moto-niveladora.
-ÂżEse es mi papá? Si es Ă©l, está joven, creo que de 19 años. SĂ, está joven mi papá.
Saca unos recortes de periĂłdico:

-Este es un poema que tu abuelo Morello escribiĂł y lo enviĂł al Diario La Industria. Tomo entre mis manos con sumo cuidado el papel amarillento; el tipo de letra ya no se ve; esa tipografĂa cayĂł en desuso por completo. No recuerdo en detalle lo escrito, pero me dije: “¡Ah!, tambiĂ©n escribĂa poemas”. Me entretuve mirando las fotos por buen rato, unas en sepia y otras en blanco y negro, con el recorte peculiar de los bordes; algunas del fotĂłgrafo Pulache; otras, en formato 110. Me fascinaba ver esa caja de fotos con su cuota de escapularios, estampitas de primera comuniĂłn y bautizo; tambiĂ©n medallitas. DespuĂ©s de un buen rato, devolvĂa las fotos y Ă©stas volvĂan al cajĂłn y al doble paso de las llaves de la abuela.
De pequeño pasaba temporadas con ella. Me llevaban de visita donde la tĂa Rosa, que vivĂa en los altos del teatro Grau, en la quinta cuadra del Jr. JunĂn. Me dejaban medio dormido en uno de sus muebles blancos de mimbre mientras ellos iban a ver alguna pelĂcula, siempre en horario de noche. HabĂa dos funciones, la de Vermut a las 7 pm. y la de noche a las 10 pm. Muy raramente habĂa funciones de MatinĂ©. En ese entonces, el inicio del servicio elĂ©ctrico era a partir de las 5.30 pm. Solo en contadas y especiales ocasiones habĂa fluido elĂ©ctrico durante el dĂa, y entonces daban alguna pelĂcula en ese horario.
Tras la funciĂłn, regresábamos caminando de vuelta a la casa de los abuelos, en el Jr. San MartĂn. Cuando Ăbamos a la altura de la Plaza de Armas, yo ya iba, prácticamente, sonámbulo y colgando del brazo de mi abuela. Mis abuelos eran cinĂ©filos y mataban dos pájaros de un tiro. Ella visitaba a su hermana Rosa y miraban una pelĂcula de paso; todo esto hasta que los sorprendiĂł un terremoto dentro del cine. Fue el miĂ©rcoles 9 de diciembre de 1970, cuando un fuerte sismo sacudiĂł los departamentos de Piura y Tumbes, a las 11.45 de la noche. Fueron 37 muertos y 205 heridos. La mayor destrucciĂłn se produjo en Querecotillo (Sullana).
Estaban ya casi al salir y mi abuela toda indignada le dice al abuelo:
– Ay, Tiomi, ay, ay, pero qué le pasa a esta gente, qué atrevidos.
¡Ja, ja, ja!, me imagino a la abuela: esta gente nos empuja. El abuelo consciente de lo que estaba pasando le contesta: no es eso, no es que nos están empujando, está temblaaandooo.
No está demás decir que se llevaron el susto de su vida. Tras esa experiencia se compraron un televisor y nunca más en su vida regresaron a un cinema. Radicales los viejitos, ¿no?
Los recuerdos
Cuando pequeño, le pedĂa a mi abuela Dora, con ese son o tono de lamento que usamos para rogar los norteños, ese tono que arraigado en nuestra garganta usamos especialmente cuando pedimos favores. ÂżAcaso no lo usaron mis contemporáneos para pedir que nos dejaran entrar al cine, a la zona de delantero cuando no nos alcanzaba la plata? ÂżAcaso no lo usamos para pedir la propina al tĂo, al abuelo, a nuestros padres?: “Ya, no seas malito, dame un sol”.

Recuerdo a mis amigos de siempre, los Souza, los tres inseparables hermanos. DespuĂ©s que muriĂł su abuelo Manuel, la sastrerĂa de los Noblecilla quedĂł acĂ©fala, entonces, un familiar de ellos, que ya trabajaba de aprendiz, tuvo que hacerse cargo de Ă©sta; pero no tenĂa la experiencia de un maestro sastre, asĂ que el tĂo Segundo, hermano mellizo de Manuel, llegĂł desde el Callao y estuvo todo un año en Paita enseñándole todos los secretos del oficio a Chale. Eran los tiempos de planchas de carbĂłn, tiza, metro y casimires.
Como decĂa en un principio, al morir Manuel, ya no estaba la figura amorosa del abuelo, que los amaba, sobre todo, el Manuel de las propinas, de los abrazos y de los suaves regaños. Chale ocupaba su lugar ahora, y eso se dio en toda la extensiĂłn.
Sábado por la tarde 6.30 pasaban los tres reciĂ©n bañados, pegaban un silbido frente a la casa de don Justo: oe, Pocho, guárdame sitio; apĂşrate. En verano los dĂas eran más largos, pero la funciĂłn en el Fox empezaba a las 7 pm.
-Hola, Chale, dice el mayor, con mucha naturalidad. El ahora sastre levanta la ceja, lo mira y sigue delineando con la tiza, como quien no le da mucha importancia.
-Chaleeee… Alarga el nombre en modo ruego. Dame para el cineeeee. El chico se desespera y los otros dos lo acuerpan.
-Ya, Chale, da pal cine. Usando el tono pedigüeño de los piuranos, insisten.
-Ya, Chale, no seas malitoo. Chaleee… Chale, apura que ya empieza la pelĂcula. Chale frunce el ceño y replica:
-No, no tengo plata. Inclinaba la cabeza sobre la pieza de casimir, hablaba sin levantarla: PĂdanle a Julio, solo yo todas las semanas…
– Mañuco alega despacio: Ve chi, ¡guá!, ese nunca nos da, es bien tacaño.
-Ya, Chale, no seas malito -rictus de angustia en los rostros-. Pero el tiempo avanza, todos han pasado, todos se han ido al cine menos ellos, la tarde parece más noche.
Volviendo a recordar esos instantes, creo que Chale disfrutaba torturarlos hasta el Ăşltimo momento. Ya en el clĂmax de la hora, de la desesperaciĂłn infantil, deja la tiza y el metro:
–Bueno, bueno, la prĂłxima semana le piden a Julio, decĂa, y se metĂa la mano al bolsillo. Tomaba un billete y unas monedas y les daba, para el alivio de todos. Johnny, con su cáustico modo de ser, agregaba: ÂżY para el chicle? Chale ponĂa su cara de molesto e, indignado: ¡Oye!, y le levantaba una de las reglas en son de amenaza.
Johnny reĂa, se le acercĂł y le dijo: ya, Chalecito, gracias. Calla, negro, ándate ya, y los corrĂa, pero ya con una sonrisa. Todos salĂan en una sola carrera al cine, antes que sus asientos -que eran cuidados por los fieles amigos- pudieran ser ocupados. El tonito ese de voz creo que aĂşn es efectivo. Creo que funciona hasta ahora.
Otro estilo
Dicen que el “Pato” Sáenz, que era mi tĂo polĂtico, casado con mi tĂa Matilde FerrĂ©, era un bromista nato, y tenĂa un gran sentido del humor. Cuando uno de mis primos le pedĂa dinero:
– Papá, dame cincuenta. No habĂa respuesta. Pero, cuando decĂa: Papá… yaaa, no seas malito…
El replicaba:
-¿Cuarenta? ¿Para qué quieres treinta si con veinte te alcanza? Dale 10 a tu hermano y me traes el vuelto. De ellos creo que quien mejor heredó su sentido del humor fue Harry, que al igual que su padre, es todo un personaje.
Ante el estilo peculiar de los norteños para pedir las cosas, algunos también saben sacar el cuerpo de manera graciosa.
El cuarto misterioso
Al fondo del cuarto de mi tĂa MarĂa Luisa, mi abuelo tenĂa un cuarto que, en mi niñez, siempre vi con misterio. Se accedĂa por una puerta de doble hoja. La mitad superior de Ă©stas eran ventanas cuadriculadas. HabĂan sido cuidadosamente pintadas de blanco por la parte interna, asĂ que no habĂa manera alguna de ver quĂ© habĂa del otro lado, hasta que un dĂa el abuelo me pidiĂł que lo ayudara a pasar unos papeles al interior. La visita no durĂł más de dos minutos, pero mis sentidos como un escáner barrieron su interior. ObservĂ© varios juguetes de hojalata, carritos, barcos, anaqueles con expedientes amarillentos, libros, muchos libros, una calavera, un cráneo entero y el omnipresente polvo por doquier. En un descuido en que Ă©l se alejĂł, en unos pocos segundos, tomĂ© un real del bolsillo e hice una pequeña raspadura a la pintura.
-Ya, listo, ya terminamos, y cerrĂł nuevamente con candado el cuarto misterioso. Lo que Ă©l no sabĂa, era que ya podĂa atisbar dentro de la habitaciĂłn a travĂ©s de la rayadura en la ventana de vidrio. Bueno, era una pĂrrica victoria, pero victoria al fin para mi niñez.
Teodomiro Sánchez Novoa, era un hombre de baja estatura, pero muy inteligente. Era muy estricto, pero creo que la aureola de hombre de leyes lo hacĂa verse asĂ, un poco más de la cuenta. Era un buen hombre; era justo a mi entender. Cuando me estancaba por algĂşn dibujo muy complicado en mis tareas escolares, Ă©l cooperaba. Era diestro en el dibujo. En la sala de la casa habĂa un par de Ăłleos de su autorĂa, eran oscuros, melancĂłlicos, tristes; creo que eran el reflejo de su propia personalidad.
Mi abuela lo llamaba cariñosamente Tiomi, y siempre salĂan juntos. Ella más alta que Ă©l y, para hacer más grave la diferencia, ella acostumbraba usar pronunciados zapatos de tacĂłn. A Ă©l poco le importaba la diferencia de estatura. Como un hombre de gran formaciĂłn, siempre salĂa vestido de traje entero, hasta en las más informales reuniones. Solo en el refugio del hogar vestĂa de manera casual.
Muchos desconocen -no tendrĂan por quĂ© saberlo- que Teodomiro Sánchez Novoa y Luciano Castillo, junto con Fernando Chávez LeĂłn, fundaron en Paita, el 18 de octubre de 1930, el Partido Socialista del PerĂş, despuĂ©s que Eudocio Ravines renombrara el original como Partido Comunista, tras la muerte de Carlos Mariátegui.
La despedida
Alineados seguĂamos en la habitaciĂłn de mi abuela con nuestra mejor vestimenta.
Finalmente, mi madre me señala con un gesto que me despida. La miro, pero no atino a entender.
-DespĂdete de tu abuela, me dijo, con la voz casi quebrada.
Doy un paso y me acerco, ella da otro y se inclina, y nos abrazamos. Observo con el rabillo del ojo a mi madre, tratando de enjugar una lágrima. Mi hermana menor no se contiene. La mayor, cuando llegó su turno de abrazar a mi abuela, desató el llanto. La escena es casi de histeria colectiva: todos lloran, yo incluido, excepto mi abuelo Teodomiro, que solo observa a un lado, a él también lo abrazo, murmura algo pero era inmutable.
El Viaje
A esa temprana edad, no recuerdo mucho los pormenores del viaje. Los momentos más emocionantes era al ascender por la cuesta de Ă‘aupe, subir desde la planicie Olmana hasta las alturas en la sinuosa carretera, la antigua Panamericana Norte. DespuĂ©s de eso, el paso por el “aromático” Chimbote de la Ă©poca. El tránsito sucedĂa en plena madrugada, pero sabĂamos dĂłnde nos encontrábamos por el sentido del olfato. Para terminar el recorrido, la cereza del pastel: Pasamayo. Mi hermana no miraba por la ventana, le daba miedo las alturas. Para mĂ, era adrenalina pura ver el fondo del acantilado, el despliegue blanquecino de la espuma al romper las olas en la playa. En esos tiempos un viaje demoraba casi 18 horas o más, entonces, era obligatorio detenerse a almorzar o a cenar en los diferentes restaurantes de la larga ruta. Cosas del pasado.
Al llegar a Lima nos esperaba mi padre que, en un auto particular, nos trasladĂł hacĂa el Callao, especĂficamente a Chucuito.
El arribo
Hay escenas, momentos y hechos que le quedan a uno literalmente impregnadas en el recuerdo, como una marca. Los años podrán pasar, pero no tendremos problema alguno para rememorar con lujo de detalles esos instantes. La llegada a nuestro nuevo hogar, fue uno de esos eventos que se mantienen intactos.
Llegamos por la Av. Gamarra, en un auto de esos de los años 50, fuertes, pesados, amplios y ruidosos; doblamos a la derecha y nos estacionamos casi entre la bocacalle de Gamarrita y el Parque Santa Rosa. Salimos y nos estiramos observando la amplitud de Ă©ste, mientras el fuerte aroma de la brisa se hacĂa presente, esa brisa constante que acompaña a los chalacos cerca al mar.
-Papá, ¿cuál es la casa? ¿Aquella? Señalando un edificio, entonces, de color gris y rejas de madera blanca, se me antojaba enorme.

-ÂżEsa? SĂ, es aquella, pero es solo la segunda planta. Ya todos estábamos situados sobre el parque, de pronto, un tremor acrecentĂł al otro lado en la misma Av. Gamarra: era el tranvĂa que venĂa de La Punta. No recuerdo si eran de color gris o verde, pero sĂ algo descuidados y desvencijados. SerĂa entonces sus Ăşltimos recorridos y dĂas de vida. Éste, al pasar la intersecciĂłn desde la parte superior del trolebĂşs, en el artefacto que mantenĂa contacto con los cables de energĂa, surgiĂł toda una explosiĂłn de chispas, como un rayo al contacto del cable. Me quedĂ© inmĂłvil con la mirada fija en el vehĂculo que seguĂa rumbo al centro del Callao. No sĂ© si asustado, boquiabierto o embelesado por lo que habĂa presenciado. Esa fue la primera gran impresiĂłn que me llevĂ© como neĂłfito capitalino.
Subimos presurosos la amplia escalera que doblaba en ángulo recto para acceder al segundo piso. Al descubrir nuestra nueva morada, lo primero que veĂamos era un largo pasillo que daba hasta la parte posterior de la casa. El piso era de amplios mosaicos cuadriculados; a la derecha habĂa un acceso al área del comedor y a un baño principal; Ă©ste tenĂa una enorme tina de hierro aporcelanado.
-¡QuĂ© sed que tengo!, dije. Mi hermano menor abriĂł la llave y empezĂł a tomar agua directamente de ella. ¡Ufff!, escuchĂ©, mientras devolvĂa el lĂquido: ¡Está salaadaa! Segunda gran impresiĂłn: el agua de Chucuito era absolutamente salobre, imposible de beber.
Las diferentes playas de esa parte del Callao hasta la Punta y Cantolao, no tienen arena; en su lugar hay una infinita cantidad de cantos redondos, como piedras de rĂo. Era difĂcil al principio, pero Paiteño pata salada camina en cualquier superficie. Las chalanas varadas en la orilla, eran tan diferentes, no como las de Paita con su delineada quilla y su popa recta; Ă©stas parecĂan un seca-papeles: feas. Se veĂan extrañas. Pienso que serĂa por el oleaje de la zona. SĂ eran feas.

El tranvĂa era parte del paisaje urbano chalaco hasta el año 1965. En diciembre de ese mismo año, los tranvĂas en general, desaparecieron del sistema de transporte de Lima metropolitana y el Callao. Mi madre nos habĂa enseñado a tomarlo. Mi hermana mayor y yo lo usábamos para ir hasta el colegio Santa Margherita, el colegio italiano donde mi padre nos habĂa matriculado a todos. Tomábamos el tranvĂa en la esquina de Gamarra y Chanchamayo, que era la avenida principal que atravesaba el lugar, una calle que iba a dar hasta la Mar Brava. Además de tomar el tranvĂa en esa esquina, cruzábamos Gamarra tambiĂ©n para comer un delicioso choncholĂ. Esa tripita a la plancha que mi paladar habĂa descubierto, y allĂ lo preparaban a diario.
Para asistir a la escuela, mi hermana usaba un traje azul marino con chaleco y una especie de boina. Los varones usábamos traje entero gris y corbata, color guinda, una insignia metálico de bronce con las banderas peruanas e italianas, que iba cosida en el borde superior del bolsillo del traje. Al subir al tranvĂa, yo guardaba los boletos. Ocasionalmente pasaba un chequeador que perforaba Ă©stos con un alicate sacabocado. Nuestro recorrido era un poco menos de un kilĂłmetro. De la Av. Gamarra pasaba frente a la Gran Unidad Escolar Dos de Mayo, que colindaba con la calle Estados Unidos, al lado de los astilleros de Maggiolo, seguidamente, dejábamos atrás el imponente fuerte del Real Felipe, continuábamos con el tranvĂa hasta Sáenz Peña, y posteriormente seguĂamos a pie hasta Alberto Secada, lugar donde estaba ubicada nuestra escuela.
¡Bon giorno signorina!
TenĂamos que saludar en italiano. La maestra nos hacĂa rezar en el mismo idioma el padre nuestro. La mayorĂa Ă©ramos estudiantes peruanos de descendencia italiana, pero todos sin excepciĂłn eran chalacos. Los lunes por la mañana, en la formaciĂłn, se iniciaba la semana cantando ambos himnos.
¡Fratelli d’Italia,
l’Italia s’è desta,
dell’elmo di Scipio
s’è cinta la testa….
-Seguidamente..
Somos libres, seámoslo siempre
y antes niegue sus luces el Sol,
que faltemos al voto solemne
que la Patria al Eterno elevĂł.
Pero, al concluir este Ăşltimo, todos los niños, adolescentes, maestros y tutores, al unĂsono, gritaban con voz retumbante: ¡ChimpĂşn, Callao!
TenĂa que ser asĂ: era la reafirmaciĂłn de su identidad chalaca.

Mi maestra era una señora, estimo de casi 55 años de edad. Se llamaba Irlanda Geriola Borrani, italiana, muy dulce y cariñosa, de pelo completamente cano. Usaba un tinte lila que evitaba que el amarillo se impusiera a su perfecto cabello color blanco. Mi maestra fue una persona muy especial a la que nunca olvidé, por su bondad y cariño para con todos. Ella era un ángel. Por otro lado, Guillermina Negrini, era canosa pero… ustedes ya saben…: “ella adoraba las patillas”
Mi hermana sufrĂa de mal de patria y extrañaba en demasĂa a mi abuela, asĂ que tirĂł la toalla y regresĂł a Paita a los 6 meses. Mi autoestima creciĂł cuando empecĂ© a tomar el tranvĂa solo; pero eso durĂł hasta finalizar el curso lectivo, en diciembre de 1965, durante el gobierno del arquitecto Fernando BelaĂşnde Terry. El tranvĂa dejĂł de funcionar al año siguiente. Cuando dio inicio el curso lectivo siguiente, mi madre me darĂa dos soles para el colectivo. Abordaba los pesados y oscuros colectivos que iban por Sáenz Peña. Siempre quedĂł impregnado en mi mente esa caracterĂstica: mezcla de olor a cuero y gasolina. Algunos parecĂan los carros de Elliot Ness en Los Intocables. Para entonces, ya habĂa irrumpido, en el paisaje urbano, los Bussing alemanes, que eran como los Concorde del transporte pĂşblico de esos dĂas. Yo seguĂ con los colectivos que igual me dejaban en la Sáenz Peña. En eso se me iba un sol.
-ÂżY el otro sol?
-¡Ah!, el otro sol me lo devoraba en golosinas, manzanas confitadas, manĂ garapiñado, sanguito que vendĂan en las afueras de la escuela. Claro, mi mamá nunca se enteraba. Para regresar a casa, cruzaba de la Alberto Secada cerca al YMCA, pasaba frente a la piscina Daniel Carpio, iba bordeando la parte posterior del Real Felipe, dejaba a un lado el Club de Cabos y Marineros y salĂa al lado de la Concha AcĂşstica por Fanning, y llegaba a Gamarra. El parque estaba apenas a 300 metros, y ya estaba en territorio amigo.

La primera navidad que pasamos en ese lugar, tuvo un sabor especial: tuvimos un árbol de navidad lleno de bombillas, de collares de bolitas, de vidrios multicolores, adornos y una estrella brillante en lo alto, más nieve artificial en la base y muchos juguetes. Recuerdo que escribimos nuestra carta a Papa Noel. Esa navidad llegó mi abuela Chona a visitarnos, mi abuela materna, originaria de La Huaca, de pelo canoso y gesto algo adusto. Supe que llegó, pues, al regresar de una salida, encontramos una fuente llena de aromáticas uvas de mesa, duraznos y manzanas.
-ÂżQuiĂ©n trajo esto? Su mamá, señora Feli, contestĂł la chica que ayudaba a mi madre en las tareas domĂ©sticas. Más tarde fue una alegrĂa al ver a mi abuela despuĂ©s de casi un año. Ella era de armas tomar y no le gustaba hablar mucho; o te alineabas o bajaba el San MartĂn que colgaba en la pared. Era estricta, pero en el fondo era muy amorosa; a su manera, claro.
La Huaca
Debe haber sido en 1961 o 1962 cuando fuimos con mi abuela a la estación del ferrocarril, que quedaba -para los que no alcanzaron esos tiempos- al costado de TPE, por la salida hacia la parte alta. Se agolpaban en la entrada, vivanderas y niños vendiendo todo tipo de golosinas, (como gofios, manjar blanco, acuñas, frutas etc.) Mi abuelo era empleado en Paita del ferrocarril entonces.
Subimos al auto-vagĂłn, que era autopropulsado y no requerĂa de una locomotora que arrastrara mayor peso, y estaba destinada para tirar de más carros. Apenas tengo nociĂłn del viaje, pero aĂşn me visualizo en el interior del vagĂłn, aĂşn tengo esa imagen en mis pensamientos: tendrĂa apenas unos 4 o 5 años. Transcurrido el viaje, recuerdo nuestra llegada a La Huaca: un corralĂłn con caballos y mulos, una casona amplia, un pequeño de mi edad al que llamaban “Centavo”, a quien veĂa jugar a los trompos. DespuĂ©s, un familiar llegĂł montado a caballo y, dirigiĂ©ndose a mi abuela, le pidiĂł permiso para llevarme a Tamarindo.
-ÂżQuieres ir?, preguntĂł el jinete, que era un familiar de mi abuela. MirĂ© al joven en la grupa de la bestia, veĂa el resoplido y agitaciĂłn del cuadrĂşpedo, y yo, hipnotizado ante la presencia del animal, no atinaba a responder.
-¿Quieres ir?, preguntó mi abuela a manera de insistencia. En un instante imaginé una escena de cowboys, acampando y con una fogata en la noche. Me acerqué más al lado de ella.
-Anda, me dijo. No, abuela, no voy a ir, no quiero, me voy a quedar, dije yo, nervioso. “No, no iba a acampar en la noche”, me dije mentalmente.
–No abuela, no quiero ir, dije. Mi imaginación se impuso y el jinete se alejó. Tamarindo está solo a 4 km. Hubiera sido un buen paseo, pero ya saben, cosas de niños.
Era el año 1966 y serĂa mi Ăşltimo año en Chucuito. En el perĂodo de BelaĂşnde, se devaluĂł el sol, y Les Batignoles se largĂł del PerĂş. Mi padre, sin un trabajo estable, decidiĂł que debĂamos regresar al norte. Atrás dejarĂa a mis amigos, los hermanos Oscar, Cato y Aida Naters, asĂ como a mi compañero de salĂłn Chicho Trippe. Atrás quedarĂa una etapa significativa de mi niñez, aquella en que la travesĂa de Paita a Chucuito me marcĂł por siempre. Ahora tocaba regresar a mi puerto querido, a Paita, a reencontrarme con mis amigos de siempre..
Este artĂculo tambiĂ©n se encuentra en el sitio del autor (paitaenlinea.com)